Estamos urgidos de intentar por la vía de la paz todo aquello que hasta ahora no se ha puesto en práctica, tal vez ahí encontremos nuestra aportación a la humanidad.
Sólo a unos cuantos –quienes se han enriquecido a costa del empobrecimiento de la mayoría- conviene una paz en la que las cosas cambien para que todo siga igual. En contraposición, a casi nadie conviene que México transite en una espiral interminable de convulsión social.
Después de los terribles sucesos de hace unas semanas en los que desaparecieron en Iguala, Guerrero, 43 estudiantes normalistas y murieron 6 civiles, se respira en México un ambiente que sólo se había conocido en la década de los años sesenta, cuyo triste corolario fue la matanza de 1968.
Son varias las cuestiones que brotan en la mente colectiva, cuyas posturas pueden resumirse en los extremos que plantean: por un lado, una nueva revolución en México y, por el otro, la consistente en que los familiares de los normalistas desaparecidos deben darse por complacidos con las conclusiones, no finales, que hasta ahora ha publicado la Procuraduría General de la República (PGR).
Los extremos tienden a obviar los infinitos escenarios y razones que se encuentran entre ellos.
Para escudriñar en los diversos escenarios, es importante considerar que la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa es mucho más que la concurrencia de múltiples delitos con todas las agravantes.
El Estado mexicano es lo que está en juego con el caso de los jóvenes normalistas, porque está en entredicho el sentido de la búsqueda e instauración de la justicia por parte de varias dependencias federales, del Ejército Mexicano, de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos y del propio Presidente de la República.
A la par de la credibilidad de las instancias del gobierno federal –en este caso el ámbito municipal y estatal ha quedado evidentemente rebasado-, entre los mexicanos cunde fuertemente un sentimiento de orfandad, de indefensión e inseguridad ante los diversos grupos del narcotráfico.
Entre el sentimiento de desamparo empieza a clarificarse la posibilidad de que ni en el corto ni en el mediano plazo encontraremos solución a la serie de problemas que se han traducido en incontables muertes, en sistemático quebrantamiento del estado de derecho, y en ataques certeros a las formas de vida democráticas.
Por otra parte, es duro reconocer que, pese a notables esfuerzos, los actuales mexicanos pertenecemos a generaciones perdidas, calificadas así desde la óptica de una legítima aspiración de los pueblos de incorporar condiciones de vida cada vez con mayores estándares de bienestar y que en su conjunto contribuyan a que las personas sean felices.
Actualmente estamos en condiciones de afirmar que en las próximas décadas no lograremos sacar al país del subdesarrollo ni ser verdaderamente y, en conjunto, más felices.
Precisamente por todo lo anterior que se sintetiza en formas de relaciones inhumanas, es erróneo pensar que en México un profundo cambio será como el que hace poco se vivió en Islandia, cuyos ciudadanos a base de manifestaciones de cacerolazos y lanzamiento de huevos lograron que el gobierno por completo renunciara, que se nacionalizaran los bancos y que se constituyera una asamblea popular para reescribir su constitución.
Acudir a nuestro pasado arroja que cualquier forma violenta para la solución de nuestros problemas puede llevarnos a décadas de oscurantismo. Tal vez las presentes generaciones tengamos frente a sí nuestras últimas posibilidades de reencontrarnos con nosotros mismos y con los demás.