Hoy en día sustentamos lo que somos en función a lo que tenemos, así creemos ser más exitosos en relación al buen posicionamiento de nuestras amistades, a los títulos académicos y nobiliarios que ostentamos, a nuestra capacidad de endeudamiento, y ahora recientemente al número de “seguidores” o “amigos” que tenemos en nuestra cada vez más creciente personalidad virtual.
Desde pequeños aprendimos a aferrarnos a las cosas, a defender lo que es nuestro.
Gran parte de nuestra vida la dedicamos a tener, a poseer, a pesar de que cuando muramos no nos llevaremos absolutamente nada a la tumba.
En contraste, los monjes tibetanos practican la confección de mandalas de arena. Este es un arte que tiene por finalidad practicar la concentración, a fin de poner orden en el ser, y además practicar la opción de no sufrir por el apego que habitualmente tenemos a las cosas.
Construir mandalas de arena es una tradición que consiste en armar representaciones del Universo (macrocosmos y microcosmos) con granos coloreados. No obstante la participación de varios monjes, el proceso de construir el mandala puede llevar varias semanas.
Una vez concluido el mandala, éste es santificado y posteriormente destruido. El ritual concluye cuando la arena es depositada en algún río. Así es como se vive por algunos días uno de los dramas humanos: “El proceso que simboliza la continuidad de la vida y el ideal de no apegarse a las cosas materiales”.
La forma como los monjes concluyen el ritual contraviene la forma de pensar en occidente, porque para nosotros es evidente que si algo implicó tanto esfuerzo y lo hicimos con amor, entonces debería conservarse y por supuesto estaríamos pensando en los medios para tal vez heredarlo a las futuras generaciones.
Pero querer que algo perdure podría estar vinculado no sólo con la búsqueda de la trascendencia y con el amor a lo que se hace, en nuestra cultura está más vinculado con el miedo.
Distinto es que por deshacernos de los apegos seamos indolentes e irresponsables ante los compromisos que vamos adquiriendo.
Ese sentimiento de aferrarnos obsesivamente a las cosas, a las personas, a nuestros sentimientos y a lo que creemos o sabemos, en realidad, se convierte en nuestra esclavitud y en la correa por la cual somos manipulados o engañados.
Parece un juego de palabras la afirmación de Yusi Cervantes Leyzaola que en su artículo En el origen del apego está el miedo, sostiene:
En el origen del apego está el miedo, y el miedo, además, alimenta y hace permanecer al apego.
Yusi Cervantes vincula apego, miedo y amor no sólo como una combinación que esclaviza, sino como una fórmula de la cual puede emerger la vía de nuestra propia liberación, por ello afirma:
Vivir sin apego significa amar desde la libertad, no desde el miedo. Yo te amo porque lo decido, porque me da la gana, porque para mí es un inmenso placer amarte… y si me correspondes, el gozo es inmenso; pero si no, de todos modos estoy bien, y disfruto de tu presencia cuando es posible.
Vivir con apego significa amar, o pretender amar, desde el miedo. Tengo miedo de amarte, de que me lastimes, sin ti no puedo vivir, no puedo respirar, te necesito… ¡Qué horror!
Vivir sin apego es conservar el poder sobre mí mismo. Vivir con apego es otorgar el poder sobre mí mismo a otras personas, a las cosas o a las circunstancias.
¿Verdad que vale la pena deshacerse del miedo que nos ocasionan los apegos?