Desde los tiempos más remotos de que se tiene registro, hay pruebas ciertas de que las clases dominantes y el gobierno que las representa, sea cual sea la forma de Estado (teocracia, aristocracia, monarquía absoluta, monarquía constitucional, democracia, etc.) en cuyo marco actúen ambas instancias, siempre han gobernado mediante la fuerza de las armas (cuyo monopolio detentan) y mediante la aplicación rigurosa de leyes punitivas, pensadas, precisamente, para reprimir el descontento y la eventual rebelión de los oprimidos.
Y siempre han explicado y justificado este trato con el mismo argumento: el pueblo, embrutecido por la ignorancia, la indolencia y los vicios a que se entrega, no está capacitado para ejercer la libertad y el poder que reclama. Es siempre, dicen, un menor de edad que necesita, por ello, de la tutela de los adultos, que son ellos; o, peor aún, un bruto, una bestia insumisa e irracional que hay que domeñar con látigo y cárcel si ha de vivir en paz y trabajando. La historia está llena de ejemplos (y de elogios) de “grandes constructores” de naciones, imperios y “culturas”, gracias a que supieron usar “la mano firme”, poner orden y disciplina a sangre y fuego, crear leyes “sabias” para quienes se negaban a someterse al “nuevo orden establecido”. La moraleja es obvia: no hay que “acariciar a la bestia” si no se quiere perder la mano de una mordida; no hay que otorgar libertad, derechos “excesivos” o poder alguno a la “plebe”, porque acabará volviéndolos contra sus benefactores.
Un ejemplo tomado de nuestra historia patria. Lucas Alamán (el ideólogo más destacado de la reacción mexicana en la primera mitad del siglo XIX), en su Historia de México, dice que el “Consulado de México en España” presentó ante las Cortes de Cádiz, convocadas en 1811 para redactar una nueva Constitución para el imperio español, un alegato contra la diputación mexicana integrada con puros elementos proclives a la causa de los “indios”, dejando fuera a la población blanca, la parte “más atendible” de esa importante provincia (México).
El alegato, en su parte conducente, dice así: “Continúa (el Consulado) describiendo el alto grado de prosperidad a que el país había llegado… (gracias) a la moderación de las instituciones, a la prudencia del gobierno (español) y a la sensatez española…” (sic)… En cambio, “el espíritu de independencia que había hecho estallar la revolución” (es decir, la guerra de liberación encabezada por Hidalgo) era el resultado perverso de “la proclama de la junta central…” porque ésta “proclamó la soltura donde se sufría mal la sujeción; exageró la libertad (sic), donde esta voz suena independencia (sic); habló a los ruines y estólidos (es decir idiotas) indígenas el mismo lenguaje que a los castellanos generosos (¡sic!); para halagarlos les ponderó los rigores de la tiranía insoportable en que gemían…, les hizo creer que podían aspirar a mejor estado y exaltó el odio a la matriz (España), al gobierno y a la sumisión: mostró timidez donde sólo prevalece la entereza; rogó, cuando debía mandar; pidió la amistad, cuando debía exigir la obediencia; … ; les dio representación nacional cuando no sabían ser ciudadanos, los ensalzó como hombres provectos (adultos), cuando entraban en la puericia (es decir, eran niños), y los trató como a sanos y fuertes, cuando estaban entecos y dolientes”. Hasta aquí la cita. En suma, pues, el pecado de la Junta Central consistía en haber tratado a los indios como a personas adultas libres, sanas de mente y de cuerpo, sujetos de derechos iguales que los de la “gente de razón”, en vez de tratarlos a palos como las bestias ignorantes, indolentes y abusivas que eran.
Alguien dirá que eso es cosa del pasado, pero no es así. Hoy, como siempre, quienes ejercen el poder siguen pensando y actuando igual; y allí están para demostrarlo los recientes asesinatos de estudiantes en Guerrero y los brutales e impunes ataques mediáticos de Ciro Gómez Leyva en contra del pueblo pobre organizado, pidiendo a gritos la represión violenta en su contra cada vez que salen a la calle a defender sus derechos elementales.
Pero no es sólo eso. Hay que ver cómo, cada vez que un político profesional que aspira a un cargo de mucha relevancia, ve que su popularidad decae, recurre sin el menor escrúpulo al encarcelamiento o al asesinato de algún opositor relevante para levantar su imagen (recuérdese a Osama Bin Laden o a Muamar Gadafi); hay que observar cómo, cuando ese político o cualquier otro, llega al poder con poco respaldo popular, recurre a un “golpe de autoridad”, es decir, al encarcelamiento de algún opositor destacado o a la eliminación de un supuesto “capo importante” para apuntalar su posición en la silla con la imagen de “hombre fuerte”, de gobernante capaz de ejercer el poder “con mano firme”; hay que notar cómo, cuando se acerca el informe de un gobernador inepto, prepotente y corrupto, que sabe bien que no tiene nada positivo de qué hablar y de qué presumir ante la “representación popular”, sencillamente mete en la cárcel al primer chivo expiatorio que tienen a mano y ya está, ya tiene materia para presumir de que su gobierno “cumple la palabra empeñada con sus electores”.
Así, los eventos clave de la lucha electoral y del ejercicio del poder público se han convertido ya en una grave amenaza para el pueblo llano, que no tiene más recurso que echarse a temblar cada vez que ve venir uno de tales eventos.
Y en general, y para concluir, hay que darse cuenta cómo ningún gobernante, del nivel o del partido que sea, recurre nunca al discurso de la bondad, de la conciliación, de la buena disposición para atender y resolver las peticiones de los más desamparados o de destinar todos los recursos que se pueda para paliar la necesidad de las mayorías empobrecidas, etc., cuando de darle un levantón a su gobierno se trata. Todos, indefectiblemente, recurren a la amenaza abierta o velada, a la reiteración de la “firme decisión de aplicar la ley”, a la cantilena de que el gobierno no acepta “presiones ni chantajes” de nadie y que nadie conseguirá nada “por la fuerza”, aunque esta fuerza sea la del derecho legalmente estatuido.
¿Qué hay detrás de esta conducta, de este “estilo” de gobernar, de este discurso agresivo para ganarse a la gente? Lo que ya queda dicho: la filosofía de los poderosos, su convicción profunda de que el pueblo sólo entiende y sólo reacciona ante el lenguaje de la fuerza, ante el trato de bestia insumisa de que lo hace objeto el gobernante que lo conoce y sabe cómo manejarlo. Que por eso, es preferible que el hombre de poder se haga temer, más que amar, de su pueblo. Es una prueba de que la relación entre el poder y sus víctimas poco o nada ha cambiado desde la antigüedad más remota, y de que a éstas víctimas, hoy como siempre, no les queda más recurso que organizarse para compensar su debilidad con su número. Así de fácil.
*Secretario General del Movimiento Antorchista