De las muchas virtudes que se atribuyen a la democracia, destaca el papel decisivo que, en teoría, desempeña en ella la mayoría de la población. En teoría al menos, en todo régimen democrático gobierna “el pueblo”, así sea de manera indirecta, ya que éste constituye siempre la mayoría de cualquier país y es, por tanto, quien confiere el poder, a través de su voto, a quienes lo ejercen en su nombre.
En México, es en los períodos de elecciones cuando se nos aturde con la repetición machacona de este “principio”; es entonces cuando, hasta el más zonzo de los aspirantes a un cargo de elección popular, recurre al desván de los trastos viejos y de los disfraces olvidados para revivirlo y endilgarlo, en alguna de sus múltiples variantes, a los crédulos asistentes a sus mítines de campaña, adulándolos del modo más desvergonzado con el único fin de arrancarles el codiciado voto que habrá de transformarlo, del “humilde siervo de la nación” que jura ser, en poderoso virrey o señor feudal, una vez alcanzado el triunfo. Parodiando al abate Sieyés: durante la campaña, el pueblo lo es todo; una vez conquistada la meta, nada.
Y de que el pueblo llano se convierte en nada para todo poder, de jure o de facto, una vez pasadas las elecciones, es algo fácil de demostrar. Ahí está, a título de ejemplo, el “olvido” instantáneo de las promesas de campaña de los candidatos, hecho que todo mundo conoce y reconoce y que tiene hartas ya a las víctimas de tan repetido engaño; ahí está la injusta e inequitativa distribución del presupuesto público, que año con año se perpetra para beneficio de los que más tienen y con un completo olvido de las necesidades de los más pobres; ahí está el discurso amenazador, que no falla, de todos los gobernantes recién electos que, “para hacerse respetar”, nunca se les ocurre otra cosa que ofrecer “mano firme”, “aplicación estricta de la ley” a todo el que ose transgredirla, aseveración que, por innecesaria y gratuita, no puede entenderse más que como una amenaza directa para los inconformes, actuales o potenciales, de su feudo; y ahí está, por último, el trato agresivo, injurioso, atestado de calumnias y, con bastante frecuencia, de acusaciones sin pruebas acompañadas, eso sí, de la exigencia de “mano dura” contra los supuestos delincuentes, con que los medios más poderosos, radio y televisión a la cabeza, tratan y exigen que se trate a las protestas populares y a sus líderes.
Es tal el contraste entre este trato y el que se dispensa a las protestas de la “gente respetable” (y no sólo de los medios, sino también de los gobernantes, de las policía, de los diputados, de ciertos empresarios metidos a estadistas, etc.), que de pronto da la impresión de que estamos en otro país, en otro mundo. Así de abismal es la diferencia de trato para una auténtica protesta de los marginados y el que se dispensa a una marcha promovida por “la gente bonita” o por el gobierno mismo.
De todo esto y mucho más se puede echar mano para probar cómo el sistema entero, con todos sus recursos, con todas sus piezas, partes y engranajes, está al servicio de las clases altas y sólo para ellas existe y actúa, con total olvido y menosprecio de “la plebe”, de los miserables feos, leprosos, pestilentes y alborotadores descamisados.
Tratándose de éstos, no importan en absoluto ni la urgencia, ni el carácter real, objetivo de sus peticiones; no importa tampoco si responder positivamente a ellas es un acto de elemental justicia social, ni menos si el monto de la inversión necesaria resulta ínfimo comparado con las ingentes sumas que se destinan a crear “infraestructura”, es decir, obras para el mejor funcionamiento y mayores ganancias de las grandes empresas y negocios de los potentados; con burla se recibe el recordatorio de que se trata de bien documentados compromisos de campaña o de “acuerdos” firmados con anterioridad por los mismos funcionarios que hoy los niegan y rechazan.
¡No hay dinero para tales “caprichos” de los líderes y se acabó! ¿Qué es, pues, lo que hay detrás de la negativa soberbia y prepotente, detrás del olímpico desprecio hacia las demandas del pobre? ¡Eso precisamente! ¡Que se trata de demandas del pobre, de gente que no vale nada, salvo en época de elecciones!
Allí están los antorchistas, estacionados desde hace ya 14 días en las inmediaciones de la Secretaría de Gobernación Federal, pidiendo simple y llanamente que esa poderosa dependencia cumpla, y haga cumplir a la Sedesol, compromisos elementales pactados y firmados con anterioridad.
No detallaré las demandas porque no hace falta; son conocidas de sobra y repito, además, que no es su carácter justo o injusto, legítimo o no, lo que explica la sordera oficial, sino el desprecio soberbio de quienes, satisfechos, poderosos e invulnerables en sus “búnkeres” de Bucareli, sólo les provoca ironía y más soberbia la protesta de los humildes antorchistas. Pero a pesar de su humildad, ellos también son parte de lo más valioso con que, en teoría al menos, cuenta cualquier democracia: sus ciudadanos.
Y lo son de pleno derecho, uno de los cuales es el derecho a recibir una parte justa del presupuesto que ellos contribuyen a formar, por vía de obras y servicios de elemental necesidad. Es obvio, a estas alturas, que la ignorancia olímpica, que el silencio absoluto y despótico hacia las justas demandas y la protesta de los antorchistas obedecen a órdenes del propio secretario Blake Mora; por tanto, sólo queda recurrir al único que puede dar órdenes al poderoso Secretario de Gobernación: el Presidente de la República.
A él, a la racionalidad y buena fe que suele asomar en algunos de sus discursos, recurrirá la marcha antorchista a celebrarse el 31 de mayo próximo. Se avecinan decisivas jornadas electorales en que el pueblo volverá, aunque sea por un momento, a serlo “todo”; es hora, pues, de ocuparse de él y no seguirlo tratando como si fuera “nada”.
*Secretario General del Movimiento Antorchista Nacional