Desde la segunda mitad del siglo XVIII europeo, los pensadores de la Ilustración dieron un gran paso adelante en torno al importante problema del origen del Estado y de las distintas formas de gobierno del mismo, movidos por la precaria situación (en todos los órdenes) de la masa popular, que él absolutismo predominante se mostraba incapaz de entender y atender.
Arrojaron al cesto de los papeles inútiles la teoría del origen divino del poder de los reyes y la nobleza y colocaron en su lugar, como la verdadera fuente de dicho poder, a la voluntad popular.
Devolvieron así al acuerdo de las mayorías su importancia decisiva a la hora de otorgar a alguno de sus miembros más capacitados la tarea de representarla y de gestionar y llevar a cabo todo aquello que fuera necesario y conveniente para la seguridad y el bienestar de esa misma mayoría.
En tal acto de soberanía, señalaron, el pueblo se constituye en mandante de los gobernantes electos, mientras que estos últimos asumen el papel de mandatarios de la voluntad popular.
El diccionario de la Real Academia de la Lengua Española define así los términos mandatario y mandante: ?Mandatario: persona que, en virtud del contrato consensual llamado mandato, acepta del mandante el representarlo personalmente o la gestión o desempeño de uno o más negocios?. De suyo se comprende que, como en cualquier otro, el incumplimiento del contrato de que hablamos por una de las partes libera a la otra de su obligación, el contrato mismo queda anulado y los afectados recobran la libertad de buscar alternativas mejores para sus intereses.
Según esto, pues, el pueblo, en las democracias modernas, al votar libremente por quien ha de gobernarlo, actúa como un mandante plenamente capacitado para otorgarle el poder de representarlo y de llevar a cabo la gestión de los negocios públicos, siempre y sin ningún tipo de excusa, en beneficio y para el bienestar de quienes le otorgan el poder.
El gobernante, por su parte, asume, mediante el mismo acto soberano, la condición de mandatario, vale decir, de ejecutor, de servidor de la voluntad popular. Sin embargo, en México como en el mundo entero, la teoría democrática, la tesis del contrato entre pueblo y gobierno, cojea gravemente en virtud de que no prevé ni provee un mecanismo seguro, expedito y eficiente para que el mandante (el pueblo) ejerza su derecho de romper el contrato y retirar el poder otorgado, cuando el mandatario (el gobernante) incumpla de manera grave y reiterada su responsabilidad.
De aquí resulta el innegable carácter ficticio de la democracia y la grave corrupción de la misma como forma de gobierno popular: el que en teoría es el mandante, el pueblo, ha venido a ser, en los hechos, el mandatario, es decir, el servidor obsecuente y sumiso del gobernante; mientras que éste, de mandatario ha pasado a ser el verdadero mandante y, en esa virtud, no sólo incumple clara y reiteradamente el mandato recibido, sino que comete, además, todo tipo de abusos, corruptelas y atropellos en contra de quien se supone que es su patrón, de quien le dio el poder y cubre su salario, nunca muy modesto por cierto, se devengue o no.
La democracia real está de cabeza: quien debería obedecer es un dictador casi absoluto, y quien debería mandar vegeta en la más humillante servidumbre, sin recibir, siquiera, lo elemental para mal vivir.
Estas y otras atropelladas reflexiones me surgen (y se renuevan constantemente) ante el trato despótico, agresivo y absolutamente injusto, que los gobernantes de todos los niveles, sin distinción de lugar o partido político, dan a los antorchistas, cada vez que se acercan a sus lujosas oficinas en demanda de que cumplan la obligación legalmente contraída al buscar y obtener el voto popular.
De chantajistas, abusivos y sinvergüenzas no los bajan; y si se atreven a insistir, comienzan las amenazas, las campañas mediáticas injuriosas y las agresiones de hecho, que van desde las detenciones arbitrarias hasta el asesinato impune. Hoy quiero insistir en la situación que reina en Guerrero, uno de los estados más pobres y rezagados del país.
Allí, un gobernador de ?izquierda?, rico empresario que se ha hecho más rico desde el gobierno, no sólo se niega a corregir la injusticia cometida por un caciquillo de Ometepec, Costa Chica, en contra de humildes indígenas, pobres entre los más pobres, despojándolos de un predio que poseían; no sólo se opone a discutir siquiera el pliego petitorio del antorchismo guerrerense, que demanda apenas lo más elemental para los marginados de La Montaña, de La Cañada, de Costa Chica, etc.
Además de todo eso, atiza una guerra sucia contra los solicitantes y sus líderes que ya dio sus primeros frutos: una gavilla de pistoleros bien identificada asesinó, primero, al presidente suplente del municipio de Zapotitlán Tablas y, en seguida, al propio munícipe en funciones; y el gobierno ha respondido elevando a la categoría de héroe popular al asesino intelectual, un fulano que responde al nombre de Marcial Dircio, dizque ?líder? de la organización conocida como LARSEZ.
Tal actitud alcahueta promete, casi con seguridad, nuevos asesinatos de antorchistas, en Zapotitlán o en cualquier otro lugar.
La gravedad de la situación ha obligado al antorchismo nacional a tomar cartas en el asunto. La primera acción conjunta contra los abusos será una magna concentración de 10 mil antrochistas en la capital del Estado, para tratar de hacernos oír por todo el país. La cita es el jueves 22 de los corrientes, y hago, por este medio, a los antorchistas convocados, un llamado a no faltar a la cita.
Paralelamente, intensificaremos en todo Guerrero y en el país una campaña de denuncia de hechos, junto con un enérgico llamado a los guerrerenses a no votar, en la elección de gobernador que ya se acerca, por la gente de Zeferino Torreblanca. Es hora de que el mandante cobre, como pueda, al mandatario falso y abusivo, el incumplimiento de su obligación contractual.
*Secretario General del Movimiento Antorchista Nacional