08-05-2024 10:11:49 AM

El calvario de los pobres

Dirigente del Movimiento Antorchista Nacional

En el norteño estado de Baja California, como en todo el país, el déficit de viviendas popular es uno de los problemas en que se pone de manifiesto, de la manera más aguda, la gran desigualdad social que coloca a México entre los países más inequitativos e injustos del planeta. E igualmente se hace visible, aquí, el  contubernio entre la clase política y las grandes empresas constructoras: por un lado, el gobierno pone oídos sordos a los reclamos de vivienda digna de la gente humilde, o, en el mejor de los casos, les impone una serie de requisitos casi imposibles de cumplir, con el claro propósito de desanimarlos y echarlos en brazos de los tiburones de la industria de la construcción; por el otro, otorga a éstos últimos todas las facilidades para el acaparamiento de los terrenos susceptibles de urbanización y para que levanten, de la noche a la mañana, como brotadas del suelo, ciudades enteras con miles de casas y departamentos ?de interés social?, es decir, verdaderos palomares, cárceles que se ofrecen a la gente en ?módicos abonos? que los endeudan para toda la vida.

Todo esto y más es lo que explica el conflicto, que ya se tornó casi perpetuo, entre los antorchistas de Baja California, en particular los que viven en la importante ciudad fronteriza de Tijuana, y los gobiernos municipal y estatal ante quienes, por razones obvias, tienen que presentar sus necesidades y sus demandas. Me interesa centrar la atención en un conflicto que, gracias a su duración y reiterada mención en los medios informativos, es ya del dominio de la opinión pública nacional. Me refiero, por supuesto, al caso del arroyo Alamar. Resulta que desde hace muchos años, antes incluso de que el antorchismo llegase a Baja California y mucho antes de que tomara el asunto en sus manos, un contingente de precaristas, superior a las mil familias según reconoce el propio gobierno estatal, levantó sus modestas viviendas en un área que, ciertamente, es parte del lecho seco de un antiguo curso de agua conocido con el nombre antedicho, circunstancia que lo convierte en zona de riesgo para sus habitantes.

Lo curioso del caso es que, durante varios años, nadie dijo nada al respecto ni se notó preocupación alguna por el riesgo que corría la gente. Y de pronto, sin saber cómo ni por qué, a los gobiernos municipal y estatal se les volvió una obsesión salvarla del peligro de una probable inundación, y comenzaron a presionar a las familias, con el argumento de que ?es por su propia seguridad?, para que desocupen el predio y busquen un lugar más seguro donde vivir. Y allí comenzó el conflicto que dura hasta el día de hoy. Confieso honestamente que ignoro lo que realmente ocurrió antes de que el asunto pasara a manos del antorchismo; pero sí sé con toda seguridad que, a raíz de ello, jamás ha habido una negativa rotunda e irracional de las más de mil familias en riesgo para aceptar la reubicación. El obstáculo ha sido, y es, la negativa de los dos niveles de gobierno para ofrecer a la gente una verdadera alternativa de reubicación, esto es, un terreno que realmente supere los riesgos e incomodidades del Alamar y un apoyo suficiente para que pueda enfrentar los gastos del traslado y de construcción de su nueva vivienda. Hay que recordar, en efecto, que se trata de gente de escasos y muy inseguros ingresos.

Éste es el nudo del problema. Los gobiernos municipal y estatal, buscando imponer sus condiciones a los precaristas, han ensayado de todo. Un día prometen la ayuda necesaria y al siguiente salen a declarar que no hay terrenos, que los que hay son muy caros, que los costos del traslado son muy elevados y el gobierno ?no cuenta con esos recursos?, etc. Se ha llegado al extremo de redactar minutas detalladas en las que han estampado su firma funcionarios muy representativos del gobierno; y luego resulta que tales minutas y las respectivas rúbricas son punto menos que papel remojado: nada de lo pactado se cumple, niegan descaradamente haber suscrito tales acuerdos y acaban amenazando, de modo velado o abierto, a los precaristas y a sus líderes.

¿De qué se trata? ¿Qué hay detrás de todo esto? Nada del otro mundo; nada que los antorchistas no hayamos vivido ya en otras latitudes. La gente sabe y dice que el gobierno bajacaliforniano tiene especial interés en el desalojo del Alamar porque, para beneficio de grandes empresas, incluidas muchas maquiladoras, quiere urbanizar en grande la zona y construir en ella importantes vialidades que proporcionen comunicación fluida entre las mercancías y los mercados respectivos. Para el antorchismo eso no es un problema; no ve tal proyecto como algo avieso o perjudicial para los tijuanenses; pero sí ve mal, y muy mal, que eso se quiera hacer a costa de los humildes asentados en el Alamar; y más mal todavía, que se mienta a la opinión pública sobre los verdaderos propósitos y se acuse a los afectados de oponerse a la reubicación, para obligarlos a renunciar a sus derechos elementales.

Es verdad que la presión sobre la tierra urbana en Tijuana es una de las mayores del país, por la alta migración que busca pasar hacia Estados Unidos. Es cierto también que ningún gobierno tiene dinero de sobra para dilapidarlo con el primero que lo pida. Pero es más cierto aún que la gente del Alamar tiene derechos de antigüedad sobre la tierra en disputa; y lo que es más claro aún, tiene derecho a una vivienda digna como todo mexicano. Por tanto, el gobierno de Baja California no tiene más opción que respetar esos derechos y reubicar a la gente en términos de ley y de justicia social. Debe abandonar de inmediato su campaña intimidatoria, de amenazas de desalojo, cárcel para los líderes y sucias calumnias para desprestigiarlos y reducirlos a la obediencia ciega. El antorchismo nacional respalda plenamente a sus hermanos bajacalifornianos, y hará patente ese apoyo tan pronto lo demanden sus circunstancias.

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