05-05-2024 08:23:47 PM

Puebla: el error de discriminar la protesta social

Dirigente del Movimiento Antorchista Nacional

Las clases dominantes que entran en su fase de decadencia manifiestan su caducidad histórica de varias maneras. Una de ellas -fatal, ineludible- es su pérdida casi absoluta de objetividad y de profundidad de pensamiento, su capacidad de análisis para entender correctamente lo que ocurre en su derredor y para discernir la parte de responsabilidad que en ello les corresponde. De ahí que sólo toleren la más vulgar apologética, el elogio servil y descarado de plumíferos de la más torva catadura moral y del más bajo nivel intelectual, pagados por ellas mismas, al mismo tiempo que se complacen en ver cómo se arroja toda la culpa de sus propios errores y abusos sobre las espaldas de sus opositores y críticos. Ya lo dijo un clásico: las clases decadentes son incapaces de hacer verdadera ciencia; producen sólo ideología ramplona para su propio regodeo.

En México, y en esta nuestra detestable edad de hierro como diría Cervantes, vivimos una grave crisis cuyo efecto más visible es la pobreza y la marginación de la inmensa mayoría de la población; miseria que, además, sea por lo que usted guste y mande, crece y se profundiza todos los días, colocándonos, literalmente, al borde de lo insostenible. A cualquiera que no se cuente entre los favorecidos por este estado de cosas le resulta obvio que la responsabilidad total del desastre recae sobre la clase política y las élites del dinero que mandan en el país, pues son ellas las responsables y las directamente beneficiadas de la política económica que se viene aplicando desde 1982, y cuya viga maestra es el “principio” de que, para conseguir el crecimiento y el desarrollo económico nacionales, hay que apostarle todo a la libre empresa y a la inversión privada, así como a su indispensable complemento: un mercado absolutamente librado a sus propias leyes. Durante casi 30 años, pues, hemos aplicado el evangelio neoliberal con una perseverancia y una puntualidad religiosas (como corresponde a todo evangelio), y los resultados son los que acabo de señalar.

Pero ahora resulta que, para nuestras clases altas, la culpa no es de ellas sino de las víctimas, es decir, de las clases populares que han impedido el buen funcionamiento del modelo por reproducirse como conejos, por su “baja productividad” que le resta competitividad a las empresas e, incluso (caso de la extinta Luz y Fuerza del Centro), por sus desmedidas pretensiones económicas que arruinan la fuente de empleo. Y como los culpables son los pobres (por ser muchos y por ser pobres), el remedio es enseñarles a reproducirse menos y ayudarlos a salir de pobres mediante políticas asistencialistas como Procampo, Oportunidades, 70 y +, etc.; y con “microcréditos” para que se autoempleen y dejen de dar lata a empresas y gobierno. Junto con esto, una cascada de organismos “filantrópicos” para “ayudar a los pobres a salir de su pobreza”: teletones, “fundaciones” contra el cáncer infantil, de mama, contra la ceguera, albergues para indigentes, para drogadictos, para niños de la calle, y así ad infinitum. Todo esto se apoya sin reservas y se aplaude a rabiar, por los medios informativos y por el propio gobierno, como auténtica labor “pro Patria”.

Pero que no se les ocurra a los pobres tomar la iniciativa y salir a exigir su derecho a una auténtica vida digna. ¡Eso no! Los bondadosos filántropos de ayer, diligentemente apoyados por su jauría mediática a sueldo, se transforman de pronto en feroces aves de presa que caen sobre los atrevidos con todo su poder destructivo. Los acusan de todo: de alterar la paz social, de lesionar derechos de terceros (libre tránsito de automóviles y “libre comercio”), de secuestrar para su uso privado lugares públicos, de ensuciar calles y plazas, de boicotear “eventos importantes”, y así por el estilo. Los llaman chantajistas, abusivos, prevaricadores, gente que lucra con la pobreza ajena y, ya metidos en gastos, hasta de “guerrilleros” y enemigos jurados de la democracia. La conclusión es siempre la misma: hay que poner un alto a esos delincuentes; hay que meter en cintura (es decir, a la cárcel) a los alborotadores; hay que hacer respetar la ley. He aquí, pues, dos ejemplos clásicos de la visión distorsionada de la clase en el poder: ella, enemiga jurada del “paternalismo” oficial y de la tendencia de los pobres a demandar ayuda del gobierno, se convierte, por obra de la crisis, en la principal promotora del asistencialismo y de la filantropía. No alcanza a ver que, cuando la clase dominante tiene que “darle” al pueblo en vez de “recibir” de él, es que el modelo está agotado y hay que cambiarlo, so pena de su hundimiento definitivo; tampoco logra entender que oponerse a la letra y al espíritu de leyes, que ella misma elaboró y promulgó, es otra manera de reconocer de facto el agotamiento del sistema. No lo ve y, por eso, prefiere desahogarse insultando, amenazando y reprimiendo a los inconformes.

Ocho meses va a cumplir el plantón de los antorchistas poblanos ante las oficinas del gobernador Mario Marín Torres, quien se dispone a rendir su V Informe de Gobierno el 15 de enero de este 2010. Ese día, los antorchistas llevarán a cabo una protesta pública gigantesca, de más de 50 mil almas, y ya están batiendo, a todo lo que dan, los tambores mediáticos de la calumnia, la amenaza y la represión. Lo menos que dicen los plumíferos marinistas es que los antorchistas quieren “boicotear” el Informe del “señor” gobernador. ¿Y las demandas? ¿Y los ocho meses pasados a la intemperie? ¿Y el respeto a la Constitución General de la República? Eso no se ve, no se registra y no entra en el análisis. Se trata de “defender” y adular al poderoso y, para ello, lo que menos importa son la verdad y la justicia. Pero la realidad no se amolda mansamente a los intereses del poder y, como toda fuerza natural que es violentamente reprimida en vez de racionalmente canalizada, termina rompiendo o saltando por encima de cualquier dique u obstáculo. Y la limpia y necesaria lucha de los antorchistas poblanos no tiene por qué ser la excepción.

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