02-05-2024 02:30:46 AM

Asedio contra el derecho a la protesta popular

 

Dirigente del Movimiento Antorchista Nacional

 

No es un fenómeno nuevo. De hecho, fue la fobia del poder público y de los privilegiados hacia las protestas callejeras, un factor fundamental para determinar la ferocidad con que fue reprimido el histórico movimiento estudiantil-popular en octubre de 1968. A partir de esa tragedia, los gobiernos sucesivos no han tenido más remedio que respetar, a regañadientes y contra sus verdaderas convicciones, la garantía constitucional de libre manifestación pública de las ideas y de las inconformidades de la gente, no sin oponerle, desde luego, todos los obstáculos y todos los adjetivos injuriosos que se les vienen a las mientes, para desprestigiar su ejercicio y hacerla odiosa a aquella parte de la sociedad que, por no tener necesidad de ese recurso de legítima defensa, tampoco ve la necesidad de respetarlo y defenderlo. Todos somos testigos de que, a raíz de que fue legalizada la oposición de izquierda, que era su principal beneficiaria, el asedio en contra de la protesta callejera se ha vuelto cada vez más sistemático y más amenazador. La voz cantante la llevan los medios masivos de comunicación (con las excepciones de siempre, cada vez más escasas, sin embargo) los cuales, sin importarles un bledo la o las causas de fondo que la desencadenan, sólo ponen el dedo acusador en los trastornos al tráfico vehicular y peatonal que ocasionan, la basura y los malos olores que dejan tras de sí, el “deprimente” espectáculo que ofrecen ante “la buena sociedad” que las ve, y los “terribles” daños económicos que causan a los respetables dueños de negocios que se ubican en la ruta o en la vecindad de marchas y plantones. El objetivo último, pero bien visible de la campaña, es crear las condiciones para suprimir, de una vez por todas, ese molesto derecho a la protesta pública.

Y la campaña avanza y se actualiza con nuevos recursos y mejores “argumentos”. Pongo un ejemplo reciente que, por lo mismo, está en la memoria de todos y no requiere de mayores pruebas. El conocido conductor de un noticiario televisivo, don Ciro Gómez Leyva, dando pruebas de mayor audacia y creatividad que sus competidores en el arte de la injuria y las acusaciones gratuitas, dio dos pasos al frente con motivo del plantón de los antorchistas frente a la Secretaría de Gobernación en defensa de 14 de sus compañeros injustamente presos. El primero fue acusarlos (y no una, sino reiteradas veces) de ladrones, por haberse “robado” un pedazo de la ciudad de México, y claro, implícita y explícitamente, exigió que se les aplicara la pena máxima que merece ese tipo de delincuentes. Estamos, sin exageración de ningún tipo, ante una verdadera revolución del derecho universal; jamás, ni siquiera al más obtuso de los abogados del planeta víctima mortal del cretinismo de una especialización excesiva, se le había ocurrido tipificar como “robo” la ocupación inevitable de un espacio físico por un grupo de ciudadanos, a la hora de ejercer un derecho sancionado por la legislación respectiva. Robar, dice el sentido común, es apoderarse por medios ilegítimos, directos o indirectos, de algo que pertenece a otro o a otros y sobre el cual, el ladrón, no puede alegar ningún derecho. Ahora bien, ¿a quién pertenece la ciudad y a quién robaron los antorchistas en consecuencia? La ciudad, dice el propio Gómez Leyva, pertenece a todos sus habitantes y, por consecuencia (digo yo), también a los plantonistas. Resulta de aquí que los antorchistas se “robaron” a sí mismos, puesto que tomaron algo que legítimamente les pertenece como habitantes de la ciudad de México. Se podrá alegar que, puesto que la ciudad es de todos y no sólo de ellos, cometieron un exceso, un abuso al excluir a otros del derecho al terreno que monopolizaron con su plantón. Sea. Pero exceso en el ejercicio de un derecho, don Ciro, no es lo mismo que robo, y, además, si de abuso hablamos, ¿cómo se llama el que cometen quienes, por tener automóvil y el derecho irrestricto a usarlo, han despojado para siempre de las calles de la ciudad a los humildes peatones? Si no es por la dura necesidad de ejercer su derecho de protesta en la vía pública, ¿cuándo y de qué otra manera el pueblo pobre ejerce su derecho de propiedad sobre las calles de su ciudad? ¿Quién despoja a quién?

La otra aportación de don Ciro a la ciencia del derecho, es su exigencia de que los plantonistas paguen a los comerciantes el daño económico que les causaron. Así, pues, cada vez que la gente humilde quiera ejercer el derecho a manifestarse en la calle, deberá pagarlo en sumas millonarias fuera de su alcance, lo que equivale, por tanto, a la supresión monda y lironda de ese derecho consagrado por la Constitución. Y ¿de dónde sacó el señor semejante principio de la justicia inmanente? ¿Es posible que alguien, en su sano juicio, postule semejante despropósito para un pueblo que está ya al borde de la desesperación por la gran desigualdad que hay en el reparto de la renta nacional, agravada por el desempleo y la crisis mundial? ¿Es creíble que alguien, con el mínimo de inteligencia política, proponga cobrar a las víctimas las culpas de sus gobernantes incompetentes e insensibles que son quienes provocan, con sus torpezas y sus abusos, la inconformidad de las masas? Pero don Ciro no se quedó en la teoría. Armado de su micrófono y de sus cámaras, se fue a ver al nuevo Secretario de Gobernación para exigirle, montado en santa cólera justiciera, “mano dura”, “aplicación sin contemplaciones” de la ley a los infractores denunciados y sentenciados por él; en una palabra: legislador, fiscal, juez y verdugo, todo en uno. Se trata de un claro abuso del poder mediático y de la profesión de informador del aludido; se trata, por tanto, de una prueba más de lo improcedente de una legislación demasiado permisiva, como es la que regula la actividad de los medios en nuestro país, ya que, indefectiblemente, desemboca en excesos irrefrenables. ¿Y quién en México se atreve a tocar a un comunicador famoso?

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