04-05-2024 01:31:18 AM

El asesinato de Jorge Obispo aún espera justicia

 

El día primero de julio del 2006, un día antes de celebrarse las elecciones para Presidente de la República, fue arteramente asesinado el joven indígena potosino Jorge Obispo Hernández. Este crimen no es uno más de los que se cometen a diario en nuestros revueltos tiempos, sino uno muy singular por varias razones. La primera consiste en que se trató de un joven provinciano, enviado a la capital del país por el Movimiento Antorchista de San Luis Potosí, en busca de una mejor oportunidad de terminar sus estudios profesionales, que había iniciado en su estado natal y que no podía continuar allá por razones económicas. Era alguien, pues, cuya ausencia total de relaciones en la ciudad de México excluye de tajo la probabilidad de algún conflicto personal previo. Mientras llegaba el momento de iniciar gestiones, Obispo se alojó en mi domicilio particular, sito en Ciudad Satélite, municipio de Naucalpan, Estado de México. El día de su muerte, se encontraba resguardando el mencionado domicilio de manera absolutamente casual, puesto que su vigilancia, necesaria en razón de mis viajes frecuentes al interior del país en mi calidad de Secretario General del Movimiento Antorchista Nacional, se resolvía siempre de manera aleatoria entre los elementos de una guardia, puramente simbólica y disuasiva, que me acompaña en tales viajes. Por tanto, nadie podía saber con anticipación, ni siquiera yo mismo, quién haría la guardia ese sábado primero de julio en que fue asesinado. La conclusión obligada es que los matarifes no iban por él, sino por quienquiera que estuviera en la casa. Se trataba de un mensaje aterrorizante para el resto de los moradores.

El asalto se perpetró a las dos de la tarde del día del crimen, es decir, a plena luz del día, circunstancia no sólo inusitada sino completamente absurda entre ladrones profesionales de casas habitación. Pero hay más. Los asesinos forzaron el portón metálico y con control eléctrico que da a la calle, lo cual debió generar un verdadero escándalo dada la reforzada estructura del artefacto; con igual estruendo, si se juzga por el destrozo que dejaron en ella, rompieron la chapa de la puerta que da acceso directo a la sala de la casa y, una vez adentro, no se limitaron a efectuar los disparos indispensables para matar a Jorge Obispo, sino varios más cuyo carácter gratuito, junto con los otros hechos mencionados, indican que, lejos de pretender esconderse, los delincuentes llevaban la instrucción de dejar bien claras la paternidad y la intención del crimen, para que obrara su máximo efecto aterrorizador. No se llevaron ni un alfiler; ni siquiera cambiaron de lugar alguno de los objetos a su alcance, y por la posición en que fue hallado el cadáver, no hay duda de que Obispo fue ejecutado de rodillas, en una especie de  rito “satánico” al revés, que delata el carácter de secta fanática de sus verdugos. Todo esto vuelve imposible la tesis del robo, sostenida en algún momento por la autoridad judicial del Estado de México. Y no se puede alegar premura de los ladrones, como me argumentó alguno de los investigadores, puesto que el cadáver de Obispo en el piso y la puerta abierta de par en par de mi casa, se mantuvieron así durante las siguientes 24 horas, sin que nadie se interesara, siquiera, por preguntar sobre los hechos, a pesar de que hay un módulo policíaco a dos pasos de la escena del crimen.

Pero más revelador es el contexto del bestial asesinato. Ya llevaba meses una feroz guerra de medios y de represión policíaca en contra del Movimiento Antorchista en el estado de Querétaro, como respuesta del gobierno a las demandas de vivienda, becas y servicios urbanos de un grupo de colonos y estudiantes pobres, encabezados por la profesora Cristina Rosas Illescas. Esa campaña represiva, que incluyó de todo (prensa escrita, radio, televisión, desalojos, detenciones arbitrarias hasta por setenta y dos horas, golpizas, destrucción de todo tipo de materiales y enseres de los inconformes, etc.) había culminado con el encarcelamiento arbitrario de la maestra Rosas Illescas. A raíz de esto último, se acentuó el tinte siniestro de la guerra mediática: se multiplicaron, en la página Web de Antorcha, las amenazas de muerte para los dirigentes de la organización, proferidas en un lenguaje soez y sanguinario, salpicado con alusiones religiosas que acusaban a los destinatarios de “enemigos de Dios”. Al mismo tiempo, la estrategia gubernamental adquirió un patrón definido: a cada movimiento defensivo del antorchismo, respondía con una nueva acción represiva más brutal que la anterior, hasta llegar al desalojo violento de los jóvenes estudiantes de la casa que habilitaban. Junto con ello, comenzaron a llegar mensajes personalizados (dando pelos y señales del destinatario) a los pequeños hijos de los principales dirigentes antorchistas, en los cuales se les anunciaba su próxima (inmediata) y segura muerte, de la que no podrían escapar hicieran lo que hicieran.

Como elemental medida de legítima defensa, el antorchismo nacional celebró una gigantesca concentración en el zócalo de la capital del país, que reunió a cerca de cien mil participantes y que concluyó con la exigencia al gobierno Fox de poner freno a tanta sevicia y violación al Estado de derecho. Pues bien, fue a poco más de una semana de esta magna concentración, que asesinaron a Jorge Obispo. No es, pues, ninguna suposición gratuita afirmar que se trató de una ejecución, de un crimen de estado concebido como el siguiente eslabón de la escalada represiva que ya venía dándose con anterioridad. Con lo aquí dicho, sólo a un tonto de capirote o a un cómplice de los asesinos se le puede ocurrir que se trató de un intento frustrado de robo. Los antorchistas rechazamos de plano esta hipótesis y exigimos a las autoridades judiciales del Estado de México, y en particular al señor gobernador Enrique Peña Nieto, plena justicia para Jorge Obispo. La lucha en esta vertiente apenas comienza.

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