Dirigente del Movimiento Antorchista Nacional
A riesgo de ser confundido con quienes sólo buscan congraciarse con los deudos (por tratarse de una familia acaudalada), o con quienes hacen negocio político de cualquier cosa, incluido el dolor humano, debo decir que yo también, como todos, sentí una profunda conmoción, honda pena y sorda cólera ante el brutal y absolutamente injustificado asesinato del jovencito de catorce años, hijo de un importante empresario de ropa y artículos deportivos. Yo también, en un primer momento, sentí el impulso de salir a la calle a exigir a gritos garrote vil para tan bestiales asesinos. Sin embargo, superado el primer impulso, con ánimo más sereno, veo el gran contraste entre la polvareda mediática y política que ha levantado el crimen del niño Martí, y la que han provocado otros asesinatos igualmente crueles e igualmente inmerecidos, pero cuyas víctimas ocupan un lugar no tan destacado en la escala social. Incluso me doy cuenta de la culpable rapidez con que estamos olvidando a los jovencitos que fueron masacrados en un antro de mala muerte, en un “operativo” policiaco planeado para extorsionarlos, y cuyos padres, aprovechando su pobreza, fueron silenciados con unos cuantos pesos que más ofenden que indemnizan. Desde aquí comienza la terrible desigualdad e injusticia que recorre, de arriba abajo, a la sociedad mexicana de nuestros días.
Por eso vuelvo sobre el asunto. Las graves violencia e inseguridad que nos oprimen exigen, más que visceralismo y espíritu de venganza, un análisis inteligente, penetrante, que llegue a la verdadera raíz del problema y lo destierre de nuestra vida cotidiana. Sostengo que lo que está en la base del crecimiento explosivo del crimen organizado, lo que constituye el suelo nutricio de esa venenosa planta que crece y se ramifica todos los días ante nuestros ojos, es la gran desigualdad económica, la aguda polarización social entre una ínfima minoría que se lleva la parte del león de la renta nacional, y una masa de pobres que, a pesar del maquillaje de la cifra oficial, rebasa, y con mucho, el 50% de la población total. Es verdad que el ciego determinismo económico yerra en sus conclusiones porque desprecia el papel de otros elementos como la educación, los valores, la ética y la moral de los ciudadanos; pero, en nuestro caso, tales factores más refuerzan que debilitan los efectos de la desigualdad económica. En un país con tanta pobreza, se pone particular énfasis en la importancia de la riqueza material; desde niños se nos inculca, por todos los medios posibles, la idea de que el objetivo de la vida humana es el éxito personal, individual, egoísta y, además, medido en términos de dinero, casas, coches, lujo en todos los órdenes de la vida diaria, paseos y viajes de placer por todo el mundo, etc., etc. En resumen, hacemos nuestra la divisa de la Celestina, de Fernando de Rojas: “Tuerto o derecho, mi casa hasta el techo”.
Esta contradicción flagrante, explosiva (pobreza extrema con los hechos, ansias “legítimas” de riqueza material en las cabezas y en las conciencias), es lo que explica la acelerada descomposición, el desquiciamiento cada día más evidente de nuestra sociedad, manifestados en la corrupción imparable a todos los niveles y en todos los ámbitos y en el correlativo incremento del crimen en todas sus formas. La desigualdad de fortuna, en virtud de que es ya tan grande que rebasa el límite de lo tolerable, está causando inestabilidad social, o, lo que es lo mismo, que (salvo el pequeño número de los privilegiados) nadie está ya contento con su suerte, nadie está ya satisfecho con su puesto en la sociedad ni con la parte consiguiente que le toca del gran pastel de la riqueza social. En consecuencia, procede a tomar por las malas lo que se le niega por las buenas. No nos engañemos: la corrupción no es sólo, y no es tanto, producto de la “mala índole” de la gente, sino la consecuencia inevitable del hecho de que, mientras los de arriba se despachan a su sabor, a los de abajo sólo les tocan los “sagrados deberes”, los palos y “apretarse el cinturón” para salvar a la patria. Y aunque suene a herejía, la misma explicación vale para la corrupción de los cuerpos de seguridad. Sus elementos ya se dieron cuenta del importantísimo papel que juegan cuidando haciendas y vidas de los poderosos a costa de la suya, pero que la recompensa no guarda proporción con el servicio prestado; por ello no le hacen ascos a la alianza con quienes arrebatan en vez de pedir. Corrupción burocrática y descomposición de los cuerpos de seguridad no son más que dos formas plebeyas de repartir la riqueza nacional por la vía del hecho.
Sesudos expertos en derecho penal y en seguridad nacional, explican la situación por la falta de leyes más severas y porque nuestras instituciones de seguridad están anticuadas en su concepción, capacitación y funcionamiento. Y, para probar su dicho, nos ponen como ejemplo lo que sucede en el “primer mundo”, que sí ha logrado abatir la delincuencia. Se les olvida, sin embargo, que allí no son sólo las leyes y las instituciones lo que es “mejor” que lo nuestro, sino también y sobre todo, el entorno social en su conjunto, puesto que hay un más equilibrado y justiciero reparto de la riqueza. Si no se entienden las cosas así, mientras más duras sean nuestras leyes y mejor preparadas y armadas sean muestras policías, mayores peligros correremos los ciudadanos, puesto que quedaremos en manos de jueces y corporaciones policiacas mejor equipados para seguir delinquiendo desde sus encargos respectivos. Antes que pertrecharlos mejor, primero necesitamos garantizar que harán buen uso de los recursos que pongamos a su alcance y, para ello, es indispensable curarlos de su inconformidad social y de su ambición desmedida no satisfecha. Lo urgente, pues, es repartir mejor la renta nacional y, al mismo tiempo, crear una nueva ciudadanía, una nueva conciencia colectiva que ponga en primer plano la solidaridad, la cooperación, el desinterés, el trabajo creativo y la honradez al servicio de un mundo mejor para todos. Sin eso, todo lo que hagamos se volverá en nuestra contra.