29-03-2024 05:38:51 AM

El pueblo de México con las venas abiertas

Dirigente del Movimiento Antorchista Nacional

 

Resulta ocioso ponerse, a estas alturas, a tronar en contra del crimen organizado y de su expresión socialmente más corrosiva que es el tráfico de enervantes, exigiendo con voz engolada y dedo flamígero guerra a muerte contra los responsables de ese delito. Y lo creo así porque no hay duda de que en éste, como quizá en ningún otro problema de alcance nacional, existe ya pleno conceso de que es necesario combatir esa tremenda lacra social hasta erradicarla por completo. Repito: no hay duda de eso. Pero, en mi modesta opinión, no pasa lo mismo con el camino que el gobierno del Presidente Calderón ha elegido para librar y ganar esta batalla. En primer lugar, mucha gente piensa que la drogadicción (con todo y que se diga que los adictos en México han aumentado en los últimos años) es más un problema de los Estados Unidos que nuestro. Y sin embargo, mientras aquí mueren, en esa lucha,  soldados y policías nuestros como moscas, los vecinos del norte ni siquiera se despeinan. No se sabe, por ejemplo, de ningún capo yanqui (ni grande ni pequeño) que haya sido arrestado. Pareciera que, allá, la droga llega a los consumidores por obra y gracia del espíritu santo. Tampoco se sabe de ningún plan serio para abatir la demanda de narcóticos, y no se tiene noticia de que se esté presionando a abastecedores, tanto o más importantes que nosotros, como se hace con México. Curiosamente, se trata de países intervenidos o controlados por Estados unidos, como Pakistán y Afganistán, lo que pareciera sugerir que la lucha no es contra la droga sino contra los cárteles mexicanos que compiten con tales proveedores.

En segundo lugar, muchos especialistas opinan que el enfrentamiento directo, poder contra poder, entre el Estado y los cárteles de la droga, es un grave error táctico por dos razones: primero, porque hace a un lado (por las razones que sean) a los aparatos de inteligencia y seguridad del Estado y, con ello, la focalización precisa de los golpes y el decisivo factor sorpresa; y, después, porque el carácter masivo y sin verdadero control del operativo, aterroriza a la población, abre la puerta a excesos y arbitrariedades y se enajena el apoyo y la simpatía popular. De seguir así, nos enfilamos hacia un enfrentamiento (por ahora sólo subjetivo) entre el glorioso Ejército Mexicano y el pueblo al que se debe. La tercera y última crítica es que el tratamiento puramente policiaco-militar del problema deja de lado, necesariamente, los factores sociales, políticos y económicos del conflicto. Por ejemplo: ¿qué hay con los cientos (miles según algunos) de millones de dólares que brotan del narcotráfico? ¿Dónde están, quién los guarda, quién los maneja? ¿Estarán escondidos bajo el colchón del Chapo Guzmán? No lo creo. Al no actuar eficazmente en este terreno ¿no se está protegiendo a los verdaderos capos del negocio? Otro ejemplo: se dice que el narco ha corrompido a altos jefes de la seguridad nacional, e, incluso, a personalidades del propio aparato político. ¿Los ha comprado el chapo Guzmán, el “tigrillo” y personajes así, que son los que luego nos exhiben como las “cabezas” máximas? Parece difícil aceptar que sea así; más lógico es pensar en alguien de su misma estatura social y conocedor del medio en que se mueven y actúan.

Pero hay más. Ver en los narcotraficantes sólo a “criminales” feroces que merecen mil muertes, es un error (o más bien una injusticia) porque desconoce la parte de culpa que la sociedad misma tiene en la fabricación de tales “monstruos”. En efecto, la genética no ha descubierto, por lo menos hasta hoy, el o los genes del carácter de asesino, de violador, de asaltante o de narcotraficante. Los vicios y el carácter delincuencial se heredan, sí, pero por vía social, es decir, mediante la influencia directa e indirecta que sobre el criminal en potencia ejerce la familia, el círculo más cercano de amigos y la sociedad en su conjunto. Así pues, el delincuente es un fruto social y no genético; y en su enjuiciamiento, castigo y tratamiento, la sociedad debe asumir y corregir la parte de responsabilidad que tiene en cada caso.

Una consecuencia dolorosa de la estrategia adoptada es que son hijos del pueblo pobre los muertos de uno y otro bando. Por ejemplo, ¿se ha fijado, amable lector, en el aspecto físico y en la vestimenta de los “grandes criminales” que presenta la televisión? Más bien parecen, en la mayoría de los casos, unos pobres diablos en busca de algo que llevarse a la boca. El asesino del comisionado Edgar Millán Gómez, llevaba un pantalón viejo y descolorido, roto en las rodillas, y una “playera” que bien pudo quitársela a un pordiosero. Y uno se pregunta: ¿Y el dinero? ¿Para qué lo quieren? ¿Para vivir de ese modo miserable? Que quede bien claro: no los estoy absolviendo ni digo que sus crímenes sean poca cosa; lo que digo es que a mí no me parecen los “grandes capos” o los “jefazos” que dicen los noticiarios, sino simples “peones”, chivos expiatorios que pagan culpas ajenas mientras los verdaderos “padrinos” están a buen resguardo. Y lo mismo acontece del lado de nuestros policías y soldados. Examine usted, amable lector, otra vez, la jerarquía, el aspecto personal del difunto y de sus familiares, y se convencerá, como yo, de que son también la infantería, los humildes, los que están dando la vida para que otros sigan con el sucio negocio. El propio comisionado Edgar Millán Gómez vivía, si la televisión no miente, en una mugrosa vecindad que facilitó a los sicarios su tarea. Era, sin lugar a dudas, un muy inteligente hijo del pueblo.

Así pues, es la sangre del pueblo pobre la que se está derramando por ambos bandos; son las venas populares las que están abiertas y desangrándose por culpa, en parte al menos, de una política unilateral que sólo ve los efectos pero no las causas profundas del problema. Urge enderezar el rumbo y parar la masacre ya que, como sostienen competentes especialistas, hay alternativas mejores para protegernos de la delincuencia y la descomposición social.

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