28-11-2025 12:33:03 AM

México, atrapado en niebla densa

Por Yasmin Flores Hernández

A usted que me lee y me escucha, le comparto:

México está entrando a una etapa, en la que el discurso oficial no alcanza a describir o no quiere hacerlo.

Mientras el gobierno presume estabilidad, soberanía y control, los indicadores económicos se debilitan, sectores estratégicos se tambalean, la energía vuelve a concentrarse en manos del Estado como si estuviéramos en los años setenta, y la relación con Estados Unidos se tensa entre amenazas, presiones y exigencias.

El país parece avanzar, sí, pero bajo una niebla espesa donde el rumbo no es claro, y donde cada decisión parece responder más a la urgencia política que a un proyecto nacional.

Esta semana lo confirma: México enfrenta una economía que se desacelera, un turismo vulnerable, una seguridad dependiente del vaivén bilateral, y una reforma energética que concentra poder pero no ofrece claridad.

Cuatro piezas que, lejos de ser aisladas, encajan como un mismo rompecabezas: el de un país atrapado entre su fragilidad económica y su tentación autoritaria.

La economía que dejó de crecer: el aviso que nadie quiere oír.

El dato es frío, preciso, inapelable: el PIB de México cayó 0.3% en el último trimestre.

Un descenso que, aunque parezca pequeño, tiene un significado profundo: marca el inicio de una recesión técnica, justo cuando el gobierno insiste en hablar de recuperación, inversión récord y fortaleza financiera.

El nearshoring, ese mantra repetido por funcionarios, no está aterrizando al ritmo prometido.

Las inversiones anunciadas se retrasan, los incentivos no están claros, los trámites siguen siendo una pesadilla y la inseguridad en zonas industriales comienza a pesar en la ecuación.

Mientras tanto, la inflación se resiste a bajar en bienes esenciales; el salario alcanza menos; el consumo cae.

Pero quizá lo más preocupante es la falta de un timón económico verdaderamente estratégico.

El país está creciendo cuando crece por inercia, no por visión, y cuando la economía global tropieza, México tropieza más fuerte porque su estructura es frágil.

En este contexto, la caída del PIB no es solo un número: es un síntoma de un país donde la confianza se erosiona, la inversión se retrae y las decisiones de gobierno no están generando certidumbre.

Y esa fragilidad económica no queda el terreno abstracto; se vuelve palpable cuando miramos uno de nuestros sectores más sensibles: el turismo.

Porque ahí, en playas, centros históricos y destinos que solían ser motores de crecimiento, es donde el deterioro nacional se hace evidente y deja de ser una gráfica para covertirse en realidad cotidiana.

Turismo: el espejo donde se refleja el deterioro del país.

Si hay un sector que ayuda a entender la vulnerabilidad nacional es el turismo.

Tulum, Cancún, Los Cabos, Vallarta, Oaxaca… destinos que dependen en más del 70% del turismo estadounidense.

Y cuando la economía de Estados Unidos se desacelera como está ocurriendo México lo siente de inmediato: ocupaciones más bajas, reservas más cortas, consumo más reducido.

Pero la menor llegada de turistas no es solo culpa de la economía estadounidense.

También influye algo que el gobierno no sabe, no puede o no quiere resolver: la inseguridad.

Hoteles extorsionados.

Restauranteros pagando derecho de piso.

Turistas asaltados.

Playas que amanecen tomadas por grupos armados, y arenales que se llenan de sargazo por falta de políticas ambientales sostenidas.

El turismo deja al descubierto otra verdad incuestionable: cuando el Estado está ausente, otros actores ocupan su lugar.

Y en muchas zonas turísticas ese actor es el crimen organizado.

La caída del turismo no aísla: toca empleo, toca divisas, toca confianza… y toca, otra vez, la economía real.

La relación con Estados Unidos: entre amenazas, presiones y un México sin estrategia clara.

Mientras México lidia con su inestabilidad interna, al otro lado de la frontera la conversación se endurece.

Estados Unidos, presionado por su propia crisis de opioides y por la percepción de descontrol en México, se ha vuelto más directo:

• declaraciones sobre enviar tropas,
• exigencias de extradiciones rápidas,
• advertencias sobre sanciones,
• presiones energéticas y comerciales,
• y solicitudes abiertas de mayor cooperación “sí o sí”.

México responde con soberanía, pero con soberanía discursiva: mucho golpe de voz, poco músculo institucional.

Porque la verdad es que buena parte del territorio mexicano vive bajo corredores del crimen organizado, y Washington lo sabe.

El gobierno mexicano presume detenciones y operativos, pero la violencia no se detiene.

Y cada vez que el país da señales de debilidad, Estados Unidos avanza una casilla más en su narrativa intervencionista.

No es casualidad que las tensiones de seguridad coincidan con tensiones comerciales.

México no puede negociar con fuerza si enfrenta una recesión, un turismo debilitado, un campo energético incierto y un territorio donde la ley compite con la extorsión.

Cuando la economía se debilita, la soberanía también. Y es precisamente en esa vulnerabilidad donde el poder político decide afianzarse: no fortaleciendo instituciones, ni generado confianza, sino concentrando aún más el control de los sectores estratégicos.

Por eso, la reforma energética no llega como política de futuro, son como una respuesta de poder en un país que avanza entre la fragilidad y la opacidad.

Reforma energética: el poder que se concentra mientras la transparencia se diluye

Y aquí entramos al corazón político de la columna.

La reforma energética de este gobierno no es sólo una decisión técnica o regulatoria.

Es una decisión de poder.

Mientras la economía cae, mientras el turismo muestra grietas y mientras la relación con Estados Unidos se tensa, el gobierno federal decide centralizar más:

• más atribuciones para Pemex,
• más control para CFE,
• menos competencia,
• menos regulación independiente,
• menos transparencia,
• menos escrutinio.

La promesa: soberanía.

La realidad: opacidad.

Porque un Estado que se concentra en controlar la energía mientras descuida la seguridad, la transparencia y la rendición de cuentas es un Estado que usa sectores estratégicos para reforzar su poder político, no para modernizar el país.

En un entorno donde la economía se debilita y la inversión privada duda, cerrar el sector energético es como cerrar ventanas en una casa que necesita ventilación urgente.

La energía —petróleo, gas, electricidad— es el motor económico de cualquier país.

¿Y qué está haciendo México?

La está convirtiendo en un instrumento político, no en una estrategia de futuro.

Queda una pregunta inevitable:

¿La centralización energética es una respuesta al deterioro económico… o es un mecanismo para gobernar un país que cada vez confía menos en sus instituciones?

Un país que se vuelve más dependiente, más vulnerable y menos transparente
Cuando se leen los cuatro temas juntos —PIB a la baja, turismo debilitado, tensiones con EE.UU., centralización energética— aparece una conclusión inevitable:

México está siendo administrado, no gobernado.

Y la administración siempre busca controlar, mientras que la gobernanza busca transformar.

Hoy vemos un gobierno que:
– controla energía
– controla contrats
– controla discursos
– controla estadísticas
pero no controla la economía, ni la seguridad, ni la confianza social.

Cada uno de estos temas es un síntoma de lo mismo:

La falta de una visión integral para este país.

México no está en crisis repentina; está en una crisis silenciosa, de esas que no explotan de un día para otro, pero que se van acumulando como capas de polvo sobre los cimientos del país.

La economía cae, sin que el gobierno lo acepte.

Sectores estratégicos se debilitan sin que se muestre un plan.

La relación con Estados Unidos se endurece mientras México improvisa.

La energía se centraliza en un intento de control político más que de eficiencia.

Y en medio de todo eso, la ciudadanía joven, adulta, urbana, rural siente que camina sola.

Porque un país sin rumbo económico, sin brújula energética, sin estrategia exterior y sin reglas claras es un país que corre el riesgo de acostumbrarse a sobrevivir en lugar de prosperar.

Si algo revela esta semana es que México no necesita discursos fuertes: necesita Estado.

Un Estado capaz, transparente, moderno, y —sobre todo— honesto.

El que hoy no tenemos.

México está entrando a una zona donde las grietas ya no se pueden maquillar.

La recesión no es un tropiezo técnico: es el reflejo de un modelo agotado.

El turismo debilitado no es un problema de temporada: es la consecuencia directa de un país que no garantiza seguridad ni estado de derecho.

Las tensiones con Estados Unidos no son diplomacia ruda: son el recordatorio de que un país débil hacia adentro siempre será vulnerable hacia afuera.

Y mientras todo esto sucede, el gobierno responde como responden los gobiernos que se sienten acorralados: concentrando el poder, reduciendo la transparencia y blindando sectores estratégicos como la energía para uso político, no para beneficio del país.

Ese es el verdadero riesgo.

No la caída del PIB.

No el sargazo en las playas.

No las declaraciones de Washington.

Es la tentación cada vez más abierta del poder por sustituir institucionalidad con control, democracia con obediencia, futuro con propaganda.

Porque cuando un gobierno administra la crisis en vez de enfrentarla, cuando presume soberanía mientras entrega territorios al crimen, cuando habla de estabilidad mientras concentra poder, lo que está en juego ya no es la economía: es la República misma.

La historia enseña que los países no se derrumban en un día; se erosionan lento, en silencio, mientras el poder se concentra y la ciudadanía se acostumbra a vivir con menos: menos crecimiento, menos seguridad, menos transparencia, menos verdad.

Hoy México está justo ahí, en ese umbral donde todo parece estable pero nada lo es.

Y por eso este momento exige una mirada crítica y un país que no se conforme con ser administrado.

Porque en tiempos como estos, la pregunta ya no es si alcanzará el sexenio; la pregunta es:

¿qué tanto país quedará cuando termine?

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