Por Yasmin Flores Hernández
A usted que me escucha y me lee, hoy quiero hablarle de un suceso que no solo movilizó a miles de jóvenes: detonó un quiebre generacional, político y social en un país que había normalizado la violencia, el silencio y la resignación.
Porque México llevaba años dormido.
Dormido frente a la corrupción.
Dormido frente al crimen organizado.
Dormido frente a los gobiernos que se excusan y no resuelven.
Pero esta semana ocurrió algo distinto: la Generación Z, esos jóvenes a los que el poder les llamó frágiles, distraídos, “generación de cristal”, salieron a las calles con una claridad política que muchos subestimaron.
No salieron por un influencer.
No salieron por un partido.
No salieron por moda.
Salieron porque entienden mejor que nadie que este país les está arrebatando el futuro.
México despertó… y lo despertó su generación más joven.
La marcha que lo cambió todo
La llamada Generación Z jóvenes de entre 16 y 28 años marchó en las principales ciudades del país no por consignas vacías, sino por una razón dramatica: crecieron en un México roto.
Crecieron viendo feminicidios diarios.
Crecieron viendo a sus amigos desaparecer.
Crecieron normalizando a los militares en las calles.
Crecieron aceptando que en México ser joven es ser blanco fácil.
A ellos no les puedes mentir.
El México violento, el México corrupto, el México desigual, el México indiferente… es el único México que han conocido.
Cuando salieron a marchar, lo hicieron sin miedo, sin pedir permiso y sin pactar con nadie.
Lo hicieron porque entendieron que si no levantan la voz ahora, después ya no habrá país que defender.
Y esa es la diferencia.
Esta no fue una marcha más.
Fue un mensaje generacional:
“No queremos heredar un país en ruinas.”
El asesinato de Carlos Manzo: el punto que derramó el vaso, la muerte del presidente municipal Carlos Manzo fue la chispa que incendió la indignación.
Manzo no murió por error.
Murió porque en México la violencia política es sistema, no excepción.
Según datos de Integralia y informes citados por El Universal y Reforma, México es uno de los países con más asesinatos de alcaldes, alcaldes electos, funcionarios y candidatos en el mundo.
¿Y qué recibió?
Silencio, burocracia y simulación.
Cuando lo matan, el Estado responde como siempre: culpando a la víctima.
Y entonces aparece la voz más desafortunada del momento: el general Ricardo Trevilla Trejo, secretario de la Defensa Nacional, afirmando que “el protocolo de protección no falló”, que el problema fue que Manzo tenía escoltas de su confianza.
Decir eso es una burla.
Una puñalada para la inteligencia del país, un mensaje brutal para los jóvenes que marcharon:
El Estado no falló, tú fallaste.
El protocolo no falló, por confiar en el Estado.
¿De verdad creen que esa explicación consuela a un país donde las autoridades no pueden proteger ni a un alcalde?
La Generación Z lo entendió perfectamente: si al Estado no le importa la vida de sus funcionarios, menos le importará la vida de sus jóvenes.
La doble moral de la militarización: Trevilla Trejo y su departamento de 14 millones
Mientras el país discute quién mató a quién y quién falló, la prensa nacional —incluido El País, Emeequis, Reforma y El Universal documentó que el general Ricardo Trevilla Trejo compró en agosto un departamento de 14.1 millones de pesos, de 227 metros cuadrados, pagado mediante un crédito con una desarrolladora privada.
Su declaración patrimonial reporta ingresos por más de 15 millones de pesos, una cifra completamente inconsistente con el sueldo oficial de un secretario de la Defensa Nacional.
Es decir, mientras el país se desangra y los jóvenes marchan por su vida, la cúpula militar se enriquece sin rendir cuentas.
El Ejército administra aduanas, aeropuertos, obras públicas, bancos…
Y aún así no puede proteger a un alcalde.
La Guardia Nacional tiene más de 128 mil elementos desplegados, pero ninguno pudo evitar el asesinato de Carlos Manzo.
¿Y la explicación oficial?
No falló el protocolo.
Fallaron los escoltas.
Y mientras tanto, un general compra propiedades de lujo.
Pregunto entonces:
¿de qué sirve tanta militarización si no hay resultados?
¿De qué sirve un aparato de seguridad tan grande si solo protege al poder… y no a la gente?
La Generación Z no es ingenua.
Ya entendió que los militares en la política solo han traído opacidad, privilegio y fracaso.
El país que presume “Bienestar”… pero no tiene medicinas
Y si algo tiene claro esta generación, es que la política del bienestar no alcanza para salvar vidas.
En El Universal y El País se han documentado miles de casos de desabasto:
– quimioterapias faltantes,
– tratamientos suspendidos,
– hospitales sin insumos,
– madres llorando afuera del IMSS,
– doctores improvisando.
¿Y sabe qué sí alcanza?
Los Bancos del Bienestar.
Las tarjetas del Bienestar.
La propaganda del Bienestar.
Los eventos del Bienestar.
La Generación Z lo dice claro:
¿cómo puede haber dinero para programas electorales… pero no para medicinas?
¿Cómo puede un país que presume justicia social dejar morir a niños por falta de tratamiento?
¿Cómo puede un gobierno hablar de “primer nivel de salud” cuando los hospitales no tienen ni jeringas?
¿Cómo pueden imprimir millones de papeletas para una consulta inútil de revocación, pero no pueden surtir una receta?
Ese doble discurso indignó a los jóvenes más que a nadie.
Porque ellos no están cegados por ideologías, por recuerdos del pasado, ni por partidos.
Ellos ven la realidad tal cual es: el Estado ha abandonado la vida.
La revocación de mandato: el espectáculo más caro del sexenio
En este país se gastan miles de millones en una consulta que no fue diseñada para evaluar al presidente… sino para legitimarlo.
Para reafirmar su narrativa.
Para alimentar su ego político.
La Generación Z lo vio y lo dijo sin miedo:
“No queremos consultas.
Queremos que funcionen los hospitales.”
Porque, ¿de qué sirve una revocación cuando:
– matan a alcaldes,
– desaparecen jóvenes,
– no hay medicinas,
– no hay justicia,
– no hay seguridad?
La revocación fue un espectáculo.
Una puesta en escena.
Un distractor perfecto para desviar la conversación.
Pero los jóvenes ya no caen en esas trampas.
Ya no creen en simulaciones.
Ya no aceptan el teatro del poder.
Lo que ocurrió con la Generación Z no es una protesta aislada.
Es un fenómeno nacional.
Es un parteaguas político.
Es una advertencia.
Es un despertar
Porque esta generación no se deja manipular.
No se calla, no perdona, no olvida y por supuesto no negocia su futuro.
Ellos no marcharon para tumbar a un presidente.
Marcharon para salvar un país.
Ellos no marcharon por rabia.
Marcharon por dignidad.
Ellos no marcharon por slogans.
Marcharon porque están hartos de normalizar el horror.
Y en su mensaje final, está la verdad más grande: la Generación Z ya entendió eso.
Ya dio el primer paso.
Ya despertó.
Ahora falta que el Estado despierte.
Que los funcionarios despierten.
Que la justicia despierte.
Que los militares despierten.
Que el país entero despierte.
Porque la barbarie no se derrota con discursos.
Se derrota cuando recordamos que nada vale más que la vida.
Y ese despertar —por primera vez en mucho tiempo—ya empezó.
Desacreditar a los jóvenes no es democracia: es cobardía desde el poder.
Minimizar su marcha es dictadura disfrazada.
Y lanzar gases lacrimógenos contra menores de edad no es gobernar: es reprimir al futuro del país.
¿Desde cuándo reclamarle al gobierno se volvió un acto prohibido?
¿Desde cuándo un país libre tiene que pedir permiso para gritar su hartazgo?
Los jóvenes, los trabajadores, las amas de casa, los maestros, los médicos, los exfuncionarios y cualquier ciudadano tienen el derecho y la obligación moral de levantar la voz cuando el gobierno falla.
Y hoy falla en todo.
Manifestarse no es un privilegio: es un derecho constitucional, y más aún, es un deber ciudadano cuando el país se hunde.
La marcha no fue un intento de debilitar a la presidenta.
Fue un intento —urgente— de que el gobierno despierte.
Fue un llamado desesperado de un país cansado de vivir a medias: sin medicinas, sin crecimiento laboral, sin estabilidad económica, sin seguridad y por supuesto sin justicia.
Porque lo único que sí crece en México son las cifras de desaparecidos, de asesinados y de territorios tomados por el crimen organizado.
Y esa es la verdad que el poder no quiere escuchar: el crimen organizado sí está organizado.
El Estado, no.
Por eso la gente salió.
Porque están hartos.
Porque ya no quieren sobrevivir: quieren vivir.
Porque el país se les cae encima todos los días.
Y porque cuando el gobierno deja de escuchar, el pueblo tiene que gritar más fuerte.
Hoy México arde ante los ojos del mundo, señalado por aplastar a su propia generación más joven.
Y mientras afuera ya la llaman Claudia Díaz Ordaz, adentro solo queda claro que cuando un gobierno le teme a sus jóvenes, es porque sabe que ya los perdió.
Y no, presidenta: no son pagados.
Es gente harta del mal gobierno de Morena.
Y si, como usted insiste, la marcha fue “patrocinada” por partidos políticos, entonces más le vale temblar —usted y todo su movimiento— porque eso significaría que esos partidos lograron algo que ustedes jamás han conseguido: despertar al pueblo.
Y si realmente fue así, entonces estamos frente a una oposición que ya no solo existe… sino que tiene la fuerza suficiente para poner contra las cuerdas a un gobierno que creía tenerlo todo bajo control.
Una oposición digna, viva y con un país detrás.
Hoy el poder podrá minimizar, justificar o distraer, pero la señal ya quedó marcada: el pueblo despertó.
Y cuando un pueblo despierta, la historia cambia…
Las palabras de la presidenta Claudia Sheinbaum en la mañanera de ayer no pasaron desapercibidas.
Yo jamás la había visto usar un lenguaje tan frontal, tan áspero y tan retador. Llama la atención, al menos a mí, que esa dureza no haya sido dirigida contra criminales ni narcotraficantes; no le habló así al Cártel Jalisco Nueva Generación ni al de Sinaloa, que tienen en vilo a buena parte del país.
Tampoco usó ese tono para referirse a personajes oscuros del poder, como Hernán Bermúdez Requena o los hermanos Roberto y Fernando Farías Laguna y mucho menos al Senador Adán Augusto López Hernández.
Ni siquiera cuando era candidata se expresaba así.
Pero ayer sí: ayer esa fuerza se la dedicó a los manifestantes.
A los jóvenes.
A la gente que protestó.
Al pueblo que dice representar.
¡Vaya contradicción, presidenta!
Dijo que “no la van a debilitar”, que ella “es más fuerte” y que “no se va a rajar nunca”. Pero cuando un gobernante tiene que presumir su fortaleza, normalmente es porque ya no se siente tan fuerte.
Cuando alguien levanta la voz de ese modo, lo que revela es que no está dispuesto a escuchar. Y cuando en política alguien dice “nunca”, es porque olvidó que aquí no existen ni nuncas ni siempres; existe el costo de la soberbia.
Lo que usted llama “rajarse” hoy no es otra cosa que escuchar el enojo legítimo del país. La gente está dolida, está preocupada, está harta. Y más allá de los provocadores —que siempre deben ser condenados— las demandas de la Generación Z, del Movimiento del Sombrero y de todos los ciudadanos que marchan año tras año, tienen que ser tomadas en serio.
La gente pidió paz.
Pidió que se enfrente al crimen.
Pidió un alto a la corrupción.
Pidió investigar y procesar a los políticos vinculados al narcotráfico.
¿Por qué es tan difícil escucharlos?
¿Por qué hay más rudeza contra ciudadanos que contra criminales?
Esa es la parte inquietante: la presidenta dedica más tiempo a desacreditar marchas que a resolver lo que detonó esas marchas.
Y esos discursos esa forma de hablar se replica en todos los niveles del gobierno.
López Obrador ya dejó una lección peligrosa: los ataques verbales contra la prensa, contra opositores, contra instituciones y contra ciudadanos tienen consecuencias.
Ahí están los periodistas asesinados, los organismos desaparecidos y la polarización que hoy nos impide dialogar como país.
Y, por supuesto, ahí está la incapacidad para atender los problemas reales.
Ayer, por ejemplo, la Fiscalía capitalina informó que de las 29 personas detenidas tras la marcha, 18 fueron entregadas al Ministerio Público.
Varias serán procesadas por robo, resistencia y lesiones. Tres de ellas, por homicidio en grado de tentativa.
¿Homicidio en grado de tentativa?
¿Qué cambió entre las marchas de antes y la del sábado?
Porque aquí hay algo que debe quedar muy claro: la violencia y el vandalismo deben sancionarse, siempre.
Pero criminalizar protestas enteras y procesar a manifestantes como homicidas suena más a mensaje político que a justicia imparcial.
Y sí, la presidenta tiene razón en que las marchas deben ser pacíficas. Nadie discute eso. Lo que se discute es la coherencia del Estado.
¿Por qué hoy sí se aplica esta dureza extrema y antes no?
¿Por qué cuando eran oposición no condenaban agresiones contra policías?
¿De verdad son objetivos o estamos ante un cálculo político disfrazado de legalidad?
El caso ya rebotó por todos lados.
Alejandro Moreno puso abogados del PRI a disposición de los detenidos.
Y claro, la oposición lo aprovechó: usted les abrió la puerta.
Al mismo tiempo, la Secretaría de Seguridad Ciudadana inició investigaciones contra 18 policías por violar protocolos de uso de la fuerza.
Porque sí había protocolo.
Sí hubo excesos.
Sí hubo abuso.
Y mientras usted eleva el tono, el problema solo crece. Nada se apaga.
Todo se agrava.
Los incendios políticos no se resuelven con gasolina.
Las imágenes de la represión ya cruzaron fronteras.
La prensa internacional lo está documentando.
Y el presidente Trump ya aprovechó para cuestionar al gobierno mexicano y reiterar su deseo de intervenir militarmente en nuestro país.
¿Es eso lo que queremos?
¿Volver a poner a México como escenario de la incompetencia y la presión extranjera?
En los últimos días vimos dos crisis que se entrelazan: un país incendiado por la inseguridad, reflejado en el asesinato de Carlos Manzo; y una presidenta que responde a la indignación ciudadana con dureza, soberbia y descalificaciones.
Esa combinación es fatal.
Y, a mi juicio, es peligrosísima.
