Por Yasmín Flores Hernández
Hay una verdad que México se ha negado a ver durante treinta años: el asesinato de Luis Donaldo Colosio no fue el acto de un hombre desesperado, fue la operación silenciosa de un Estado que aprendió a matar políticamente y a ocultar los hilos.
Hoy, con la detención de Jorge Antonio Sánchez Ortega, el presunto segundo tirador y ex agente del CISEN, esa verdad vuelve a golpear a la puerta.
Porque este hombre no era un desconocido, era parte del mismo aparato donde trabajaba Genaro García Luna.
Y sí, el mismo sistema que le disparó a Colosio fue el sistema que después controló la seguridad del país por dos décadas… entonces la historia no está siendo corregida: está siendo confirmada.
Y eso sí debería sacudirnos ahora.
Treinta años después del crimen que marcó a una generación entera, México vuelve a mirar a Lomas Taurinas.
El asesinato de Luis Donaldo Colosio, aquel 23 de marzo de 1994, nunca fue una simple tragedia electoral.
Fue el momento en que se rompió el espejismo del sistema político. El PRI quiso vender la idea del “asesino solitario”.
Ese fue el relato oficial: Mario Aburto Martínez actuó sólo.
Esa versión fue estructurada desde el gobierno, impulsada y repetida para cerrar el caso y tranquilizar a un país que se caía a pedazos entre la crisis económica, el levantamiento zapatista y la rebelión interna dentro del PRI.
Pero desde el primer día hubo contradicciones.
Testigos que desaparecieron.
Peritajes manipulados.
Videos incompletos.
Y agentes del Estado presentes en la escena, cuyos nombres se perdieron entre expedientes mutilados.
Entre esos nombres apareció Jorge Antonio Sánchez Ortega: ex agente del CISEN, ubicado en el lugar del asesinato, señalado desde los noventa como posible segundo tirador.
Durante años la narrativa mediática lo borró.
Nunca se le investigó a fondo.
Nunca se le detuvo.
Nunca se le llamó a rendir cuentas.
El Estado mexicano decidió que jamás se hablaría de él.
Hasta hoy.
Treinta años después, cae detenido en Tijuana.
¿Y quién aparece otra vez como sombra inevitable detrás de este rompecabezas?
Genaro García Luna.
A usted que me escucha y me lee, déjeme contarle, no porque sea un rumor, sino porque García Luna pertenecía a la misma estructura de inteligencia de la que Sánchez Ortega formaba parte, Cisen, aparato negro. Estado profundo.
Ahí está la línea que nadie quiere tocar: los mismos operadores del Estado que controlaron el caso Colosio en 1994 son los mismos que después controlaron la seguridad del país en los 2000 y que hoy se sabe, trabajaron en colusión con el crimen organizado, el narco y redes de poder financiero.
El asesinato de Colosio no fue un error.
Fue un mensaje político.
Y la detención de Sánchez Ortega viene a confirmar que nunca se trató de un sólo tirador, sino de un Estado que sabía operar para desaparecer al verdadero responsable intelectual: el poder mismo.
Ahora bien — hay algo que no se puede dejar fuera:
¿Por qué justo ahora?
Justo ahora que asesinan alcaldes, como el caso de Carlos Manzo en Michoacán.
Justo ahora que se evidencia que el narco controla municipios enteros.
Justo ahora que el gobierno está bajo presión.
Traer de vuelta el expediente Colosio puede funcionar como una cortina de humo histórica.
Una distracción perfecta.
Porque mientras la opinión pública se concentra en el mito del “segundo tirador” y se reabre el expediente más mediático de la historia moderna de México… se diluye la indignación real y urgente por lo que está ocurriendo hoy, en este país, en este gobierno.
Carlos Manzo fue asesinado por retar estructuras criminales vivas, actuales, impunes.
Y alguien sabe perfectamente que recordarnos el drama noventero puede hacer que muchos mexicanos dejen de mirar las tragedias de hoy.
La pregunta es brutal, pero necesaria:
¿Están reabriendo el caso Colosio por justicia histórica?
¿O lo están reabriendo para que dejemos de hablar del crimen político y narcoestado que sigue actuando hoy?
Porque los muertos de 1994 nos revelan algo.
Pero los muertos de 2025 nos están gritando en la cara.
Y eso incomoda más.
El asesinato de Luis Donaldo Colosio en 1994 no fue un hecho aislado: fue el primer gran acto público donde se reveló la existencia de un poder que decide quién vive y quién muere políticamente.
México se defendió con la narrativa del “asesino solitario”, pero los años demostraron que eso era una mentira construida desde el Estado.
Treinta años después, la detención de Jorge Antonio Sánchez Ortega ex CISEN, señalado como posible “segundo tirador” demuestra que el crimen no nació en un hombre, sino en una estructura.
Y esa estructura fue la misma que después alimentó la carrera de Genaro García Luna, el hombre que terminó siendo símbolo del narcoestado moderno.
Es decir: el Estado que mató a Colosio fue el mismo Estado que después se fusionó con el narco.
Eso es lo que aterra.
Porque entonces Colosio no pertenece al pasado. Colosio es el primer cadáver emblemático de una lógica que sigue gobernando hoy: la maquinaria criminal del poder público.
Y hay algo que no podemos ignorar: reabrir Colosio hoy, justo después del asesinato de Carlos Manzo, puede ser el distractor perfecto.
Porque mientras todos se vuelven a obsesionar con el mito del segundo tirador…el crimen político actual, vivo, fresco, reciente — se diluye, así queda sin repetición, sin vueltas, directo, y con el puente claro.
Mientras reabren el expediente Colosio como espectáculo histórico, en este sexenio siguen asesinando alcaldes en funciones.
Y eso sí es el presente.
Eso sí duele ahorita.
Eso sí hace sangrar a México hoy.
Carlos Manzo en Michoacán no es un caso aislado ni una excepción estadística. Es parte de un patrón: autoridades municipales ejecutadas en pleno ejercicio de poder, porque se negaron a pactar, o porque incomodaron los intereses del crimen organizado que hoy gobierna regiones enteras del país.
Y aquí hay que tener claridad: el narco no mata alcaldes para mandar mensaje a la sociedad
Mata alcaldes para mandar mensaje al Estado.
Para recordarle quién manda realmente en el territorio.
A Carlos Manzo lo matan porque el poder criminal ahí tiene dueño y ese dueño no es el gobierno. En esta narrativa, Manzo representa exactamente lo mismo que Colosio representó en su momento: una amenaza a la continuidad del poder criminalizado.
La diferencia es esta:
A Colosio lo mató un grupo incrustado dentro del Estado.
A Manzo lo mata el estado paralelo que el narco ha construido desde adentro del gobierno mismo.
Y mientras esto ocurre, mientras estamos frente a alcaldes ejecutados a un año del inicio de un nuevo gobierno federal, mientras el crimen organizado sigue fijando de facto la agenda de seguridad en Michoacán, Guerrero, Sonora, Zacatecas, Tamaulipas…el gobierno prefiere volver a 1994 para distraernos con la nostalgia del expediente histórico.
Porque hablar de Colosio hoy resulta más cómodo que hablar de Manzo ayer.
Hablar de Aburto es más fácil que hablar de quién ordenó matar a alcaldes actualmente.
La reactivación mediática de Colosio funciona como anestesia colectiva.
Como si el pasado nos permitiera no enfrentar lo insoportable del presente.
Porque en el fondo, todo esto — Colosio, Manzo, alcaldes ejecutados, operaciones silenciosas, gobiernos capturados — tiene una raíz común: el dinero.
México tiene una narco-economía incrustada en sus arterias.
Desde campañas políticas, obra pública, licitaciones amañadas, hasta la infiltración financiera formal del crimen organizado en inversiones, en construcción, en sector energético, inmobiliario, transporte y logística.
El narco no es sólo pistola.
El narco es capital.
Y capital que se legaliza, que se blanquea, que se lava, que se mueve con la anuencia, con la vista gorda y con la complicidad de quienes hoy gobiernan.
Por eso es tan importante entender lo que está pasando con el sistema financiero: Congelamientos selectivos de cuentas, aperturas espectaculares de investigaciones, nuevas “listas negras”… pero todo eso siempre ocurre con nombres de segunda o tercera línea.
Nunca con los intocables.
La estructura económica del crimen organizado es el verdadero Estado.
Los territorios donde el narco manda, no los manda por armas, los manda por liquidez.
Por eso, Colosio importa hoy.
Porque el asesinato de Colosio fue el primer mensaje financiero: quien controle el flujo del dinero, controla la política.
Por eso, Manzo importa hoy.
Porque Manzo incomodó intereses económicos regionales y por eso lo borraron.
Colosio fue el inicio del diseño, Manzo es la prueba de que el diseño sigue vivo.
Y mientras México se entretiene discutiendo si hubo uno o dos tiradores en 1994…los tiradores del 2025 disparan a plena luz, con total impunidad, mientras los gobiernos se distraen hablando del pasado y dejan intactas las redes financieras criminales del presente.
México no necesita volver a Lomas Taurinas para entender su horror.
Necesita ver a sus alcaldes ejecutados, sus territorios sometidos, sus instituciones dobladas y su dinero criminal circulando en bancos y contratos.
El Estado que hoy revive el expediente Colosio no está buscando justicia histórica: está buscando anestesia social. Porque es más cómodo hablar del pasado que reconocer quién manda hoy.
El aparato que asesinó a Colosio fue el laboratorio del narcoestado moderno. Y ese narcoestado hoy sigue activo, mutado y disfrazado, permitiendo que personajes como Carlos Manzo mueran por retar intereses que no aparecen en ningún boletín oficial.
Cambian los colores, cambian los discursos, cambian los presidentes.
No cambia la maquinaria.
Y esa es la verdad que nadie quiere decir en voz alta: en México, no se mata por rencor; se mata por estructura.
Matan al mensajero para que el mensaje de poder y de silencio permanezca.
Y mientras sigamos permitiendo que nos distraigan con fantasmas del pasado, el horror de este país no se va a explicar: se va a repetir.
Porque los m|uertos de 1994 nos iluminan. Pero los muertos de 2025 nos están gritando en la cara.
Y esa voz, esa voz sí duele hoy.
No se puede afirmar que el protocolo de protección de la Guardia Nacional “no falló” cuando un presidente municipal fue asesinado a plena luz del día, en un estado controlado por el crimen organizado y bajo la mirada de las instituciones que debían protegerlo.
Culpar a los funcionarios por no dejarse proteger es la salida más cómoda y la más cínica.
Porque si el Estado no puede garantizar la seguridad de un alcalde, ¿cómo pretende garantizar la de millones de mexicanos indefensos?
No fueron los escoltas personales los que fallaron, fue el sistema entero: la estrategia, la inteligencia, la prevención, la coordinación y, sobre todo, la voluntad política.
Los ciudadanos no necesitamos que nos “concienticen”, general Trevilla Trejo.
Necesitamos que nos protejan, que cumplan su deber, que hagan funcionar las instituciones y que dejen de justificar la violencia con discursos vacíos.
Decir que el protocolo no falló cuando hay un alcalde muerto no solo es negar la realidad:
es perpetuar la impunidad.
Y en este país, negar la realidad ya es otra forma de violencia.
Y aquí viene la parte que no podemos olvidar: México no va a romper este ciclo sólo con investigaciones históricas, ni con nuevos expedientes, ni con nuevas series, ni con más portadas sobre el “segundo tirador”.
México sólo va a romper este ciclo cuando volvamos a defender la vida.
Cuando volvamos a sentir la sangre como algo intolerable.
Cuando dejemos de normalizar la muerte de servidores públicos como si fueran daños colaterales.
México necesita volver a sentir.
México necesita volver a doler.
México necesita volver a indignarse.
Porque el día que este país vuelva a poner la vida como valor sagrado —por encima del partido, del interés, del contrato y del negocio— ese día el narcoestado empezará a perder poder.
Esa es la verdadera esperanza.
No es en el pasado.
Es en nuestra capacidad presente de volver a defender la vida.
De volver a defender lo humano.
De volver a defendernos entre nosotros.
Porque la barbarie se derrota cuando un país recupera la vida como principio.
Y eso sí depende de nosotros
Y quizá todo parte de ahí: de haber dejado de considerar la vida como el valor supremo. Porque cuando un país olvida que lo más sagrado es la vida, empieza a gastar más en discursos que en medicinas, más en bancos del “Bienestar” que en hospitales, más en propaganda que en quimioterapias.
Ese es el México donde el presupuesto alcanza para imprimir millones de papeletas en una consulta inútil de revocación de mandato, pero no alcanza para surtir una receta en un hospital público.
El país donde se construyen templos financieros con el nombre del pueblo, mientras los enfermos mueren esperando lo que el Estado les prometió.
Y todo se disfraza de justicia social, cuando en realidad es control político.
Porque la revocación de mandato, que nació como un instrumento ciudadano para limitar el poder, hoy se usa como una herramienta del poder para reafirmarse.
No es la gente decidiendo sobre su gobierno, es el gobierno preguntándose a sí mismo si debe quedarse.
Una coreografía de democracia directa donde el pueblo aplaude, pero no decide; donde la consulta no mide la voluntad, sino la obediencia.
Un ejercicio que gasta miles de millones para reforzar la imagen presidencial mientras millones de mexicanos viven sin medicinas, sin seguridad y sin esperanza.
Y ahí está el verdadero contraste: el país que presume participación, pero castiga la crítica; que imprime boletas, pero no recetas; que habla de democracia mientras asfixia los derechos básicos.
El país donde la “revocación” no es del mandato, sino de la dignidad.
Una vez más queda claro que los militares y marinos no sirven para los cargos civiles que hoy ocupan.
La militarización del país no trajo resultados, trajo impunidad y opacidad.
Si no, pregúntenle a los marinos involucrados en el escándalo del huachicol fiscal, o mejor aún, a todos los que están destacados en Puebla y no han servido para nada más que para simular presencia.
Porque llenar las calles de uniformes no es sinónimo de seguridad.
La seguridad se construye con inteligencia, con estrategia y con instituciones civiles que rindan cuentas, no con soldados administrando aduanas, aeropuertos y programas sociales.
Lo que México necesita no son más militares en oficinas, sino un Estado que funcione.

