Por Valentín Varillas
El asesinato de una mujer en el estacionamiento del estadio Cuauhtémoc es el resultado de un enfrentamiento entre dos organizaciones criminales.
Escudados en una falsa bandera de la defensa de las causas sociales, son capaces de matar con tal de conservar sus intereses económicos.
Lo sucedido el pasado fin de semana es una trágica muestra de lo anterior, pero no es la única.
En ocasiones anteriores hemos visto cómo a través de la violencia han eliminado a quienes son una “competencia” en su frenética carrera de hacer dinero fácil.
Así, han eliminado a dueños y choferes de rutas rivales en la operación del transporte público.
O bien, hacen lo mismo al interior de los mercados que controlan, los que se han convertido en centros de distribución de drogas, armas o todo tipo de artículos robados.
Por décadas han crecido al amparo del poder político.
Se alquilan gustosos como carne de cañón electoral en cada proceso.
Sus líderes intercambian votos a cambio de impunidad y así, se han convertido en un auténtico cáncer social.
Como si no tuviéramos ya suficiente con la acción de la delincuencia común y corriente.
Su conducta delictiva ya no solo se centra únicamente en sus respectivos campos de acción.
En aquellos territorios que controlan.
Lo sucedido en el estadio no puede ni debe quedar así.
Existen responsables, materiales e intelectuales.
Desde lo más ato del organigrama de estas organizaciones se dio la orden de disparar.
Sin importar el enorme daño colateral de esta decisión.
La única forma de combatirlos y quitarles su poder, es eliminar de tajo este estado de derecho de excepción del que hasta la fecha han gozado.
Porque, simple y llanamente, sienten que no tienen la obligación de respetar la ley.
Urge un proceso profundo de depuración de aquellos delincuentes que se venden como “activistas” pero que en los hechos son auténticos capos de mafias cuyas acciones van degradando cada vez más el ya de por sí muy dañado tejido social.
