THOMAS M. DISCH
EL CURA
BERENICE
Después de escribir la que es probablemente su mejor obra, En alas de la canción, Thomas M. Disch apostó a comienzos de los años ochenta por un cambio de público al desplazar sus historias desde la ciencia-ficción hacia el terror, un nicho a priori más receptivo a sus inquietudes y propuestas. Bajo ese cambio de coordenadas escribió cuatro novelas en quince años, El ejecutivo, El médico, El cura y The Sub, que se desarrollan en un mismo escenario: la Minnesota de finales del siglo pasado, el lugar donde el autor pasó su adolescencia en los años cincuenta. Aunque comparten algunos personajes, son de lectura independiente y critican con mordacidad temas como la iglesia católica, el machismo, la homofobia, el cinismo social o la propia ciencia-ficción. Todo desde las convenciones del género de terror. Así El ejecutivo, que fue publicada con el subtítulo "una historia de terror", es una extravagante recreación de la historia de fantasmas tradicional; El doctor, "una historia de horror", supone una alocada fantasía oscura; y la recientemente traducida por la editorial Berenice El cura, "una novela gótica", es una grotesca puesta al día de la literatura gótica.
La literatura gótica apareció a finales del siglo XVIII como reacción a la ilustración. Frente a la preponderancia de la razón sus autores acudieron a una serie de recursos que explotaban el sentimiento. Un terreno abonado a los temas fantásticos que junto a unos escenarios muy concretos servían para enfatizar, potenciar, subrayar… unas pasiones descontroladas que asolaban a sus protagonistas. También se puede destacar la irrupción de un exceso al borde del sensacionalismo con el objetivo de quebrar las convenciones sociales y sacudir a un lector/espectador más impresionable y menos "encallecido" que el actual. ¿A qué viene este brutal ejercicio de síntesis? Disch no engaña con el subtítulo elegido y para construir El cura acude a estas señas de identidad, retorciéndolas y adaptándolas a nuestro tiempo.
El padre Bryce es un sacerdote católico de Minneapolis que, protegido por su diócesis, manifiesta una enfermiza atracción por los menores. Por otro lado su compañero de parroquia, el padre Cogling, supervisa un programa "pionero" de lucha contra el aborto que encierra en la cripta de una inmensa basílica a mujeres que se están planteando interrumpir su embarazo. Un día Bryce comienza a ser chantajeado por una de sus antiguas víctimas y es obligado a hacerse un inmenso tatuaje si no quiere ser denunciado en los medios de comunicación. Mientras se encuentra en la mesa del artista que le está haciendo el tatuaje, sufre una regresión traumática e intercambia su mente con Silvanus de Roquefort, un obispo francés del siglo XIII enfrascado en plena cruzada albigense. Fruto de esta alteración se producen dos tortuosos viajes. El de Silvanus a una época que confunde con el mismísimo infierno y donde se va a comportar como un demente, y el de Bryce a un pasado que se va a transformar en su purgatorio particular.
Lo más destacable en el desarrollo de este argumento es el retrato que se aborda de una iglesia católica a partir de los escándalos de pedofilia que la han sacudido, indisolublemente unido a una jerarquía eclesiástica más preocupada por impedir que trasciendan que en buscar una solución. Una descripción inmisericorde acentuada por el paralelismo que se establece entre el cristianismo de la Edad Media y el actual a través del intercambio entre Bryce y Silvanus y la persecución que acometen de los herejes de ambas épocas; el papel activo de la Iglesia en la lucha contra el aborto; u observar cómo el único retrato de un sacerdote católico medianamente positivo que se realiza termine abandonando su labor. En conjunto, tal y como afirmó Terry Teachout en la crítica que escribió para The New York Times, en El cura se reúnen los grandes éxitos del anticatolicismo: homosexualidad, pedofilia, hijos ilegítimos, alcoholismo, cinismo… sin un mínimo contrapeso positivo. Y razón no le falta, aunque todo resulta sólido si se analiza el contexto subversivo y políticamente incorrecto omnipresente desde la primera página, con un Disch todavía más provocador que en las dos novelas anteriores, pisando el acelerador hasta el fondo sin preocuparse de qué o a quién se lleva por delante.
Tampoco podían faltar esos enormes edificios ominosos ideales para resaltar las tragedias que suceden en su interior, personificado en el santuario del beato Konrad de Paderborn. Una colosal mole de hormigón más propia de la Alemania nazi en cuyas naves, pasadizos, mazmorras -disfrazadas de cripta-, cúpula…, acontece gran parte de la historia y, especialmente, todo su último tramo. Una orgía de degradación, locura y lucha por la supervivencia que conduce a una violenta catarsis purificadora, íntimamente ligada a la naturaleza del santuario.
El grupo de personajes que conduce la acción es variado, rico en matices y, en algún caso, bastante torturado; no tanto sus actos como por la vergüenza que les produce que se sepa que los han cometido. Algo que vemos día a día a nuestro alrededor. Disch relata sus andanzas con un estilo pulcro utilizando capítulos de ocho o diez páginas que, en tercera persona, se centran en varios de ellos siguiendo una pauta de secuencias con una clara unicidad que proporciona una estructura aseada aunque no del todo bien resuelta. En el paso de un capítulo al siguiente se producen una serie de elipsis narrativas que dejan fuera del curso argumental acontecimientos importantes que, una vez al descubierto, producen una sensación anticlimática.
Aunque sin duda lo que me ha decepcionado ha sido el desenlace y como Disch rellena dichos huecos: la explicación de viva voz de uno de los supervivientes, imprescindible para alcanzar una comprensión plena de la trama. Queda la sensación de que el autor se ha dejado arrastrar por la rabia y no ha controlado el despliegue del argumento mediante una narración más cabal, perdiéndose por el camino una información importante. Aunque, como curiosidad, el giro con el que concluye y que pone en cuestión la trama fantástica trae a la memoria cómo una de las grandes figuras de la literatura gótica, Ann Radcliffe, finiquitó alguna de sus obras más conocidas.