Por Valentín Varillas
Más que por haber cumplido a cabalidad con el deber de salvar las almas de sus fieles, Norberto Rivera, recién jubilado Arzobispo Primado de México, será recordado por haber sido una de las principales cabezas de la protección clerical a sacerdotes involucrados en abusos sexuales en contra de menores de edad.
El éxito de esta penosa cadena de encubrimientos, se debe en buena medida a las excelentes relaciones que supo tejer con lo más granado del establishment político, empresarial y social del país.
Las buenas conciencias, sus herederos e incondicionales, encontraron invariablemente en Norberto un cómplice que les permitió evadir la acción de la justicia de los hombres y de paso, un hipócrita consuelo para sus espíritus en pena.
Como el más alto jerarca de la Iglesia católica mexicana, por décadas negó obsesivamente que Marcial Maciel fuera culpable de los delitos que cometió en contra de decenas de niños y jóvenes inocentes.
El Legionario mayor fue, faltaba más, uno de los mecenas más generosos para la apostólica y romana, lo que le ganó amplia influencia y derecho de picaporte con varios Papas.
Los herederos de Pedro, siempre, supieron como arroparlo.
Hasta que murió Maciel se atrevieron a reconocer lo que siempre fue evidente, apostándole a un control de daños que minimizara el impacto entre sus fieles.
Olvidaron que la muerte no redime y que las víctimas jamás olvidarán.
Antes de proteger a Maciel, como encargado de la diócesis de Tehuacán, Rivera encubrió a Nicolás Aguilar, otro ejemplo de los más deleznables delitos cometidos bajo el amparo de una sotana, lo que le permitió seguir ensayando hasta el cansancio la pederastia.
Ya como Arzobispo Primado de México, el escándalo le estalló en plena cara, marcándolo para siempre.
Se trata de un caso que quien esto escribe conoció de cerca.
Hace más de quince años, me llamó la atención la historia de un cura que oficiaba en la comunidad de San Nicolás Tetitzintla, en el municipio de Tehuacán y a quien acusaban de haber violado a varios menores que recibían instrucción religiosa en su capilla.
Después de un par de semanas de investigación personal, las complicidades entre autoridades civiles y eclesiásticas para encubrir los delitos del sacerdote Nicolás Aguilar resultaron más que evidentes.
La historia ameritaba ser contada.
Cuatro víctimas de abuso y sus familias habían tenido el valor de denunciar penalmente al pederasta.
Su infierno privado estaba a punto de volverse público.
El viaje a Tehuacán para recabar testimonios y profundizar en el caso valía la pena.
Frente a la cámara de televisión y a micrófono abierto, los afectados contaron cómo el guía moral del pueblo, el representante de Dios en su comunidad, el digno depositario de la confianza de todos sus habitantes, llevaba años satisfaciendo sus más bajos instintos con pequeños inocentes a quienes amenazaba de muerte y excomunión si se atrevían a denunciar lo que ocurría al interior de la capilla de la iglesia de San Vicente Ferrer.
El juez primero de lo penal con sede en Tehuacán, Carlos Guillermo Ramírez Rodríguez se mostraba más que molesto por la investigación periodística.
Semanas antes, el cura del lugar había sido declarado culpable sólo por el delito de ataques al pudor, por lo que podía purgar su prisión preventiva fuera de la cárcel.
Estaba libre bajo fianza.
Sin embargo, el expediente del caso mostraba una realidad muy diferente a la que el juez había considerado al momento de dictar sentencia.
Dictámenes médicos, fotografías y coincidencias en las declaraciones de los menores, dejaban en claro que en los pequeños denunciantes sí había rastros de violación y que de manera deliberada se habían omitido estas evidencias para emitir una sentencia cómoda para el cura y molestar lo menos posible al poderosísimo clero tehuacanero, por cierto única diócesis del estado que no depende la arquidiócesis poblana.
No eran las únicas víctimas.
Había elementos para suponer que el total de los casos se acercaba a los sesenta.
El siguiente paso: hablar con el pederasta.
Después de horas de búsqueda, la oportunidad se presentó.
Previamente alertado por el juez, Nicolás Aguilar trató de esconderse de la cámara y evadir las preguntas por naturaleza incómodas.
No pudo.
Fue más la insistencia o la terquedad que la cobardía y la intención de evadir.
Al final tuvo que hablar.
Me declaró hipócritamente que las acusaciones en su contra se debían a una venganza de los caciques del lugar por haber tratado de poner en orden asuntos relacionados con la tenencia de la tierra.
Aseguró que jamás había abusado de nadie y que la pederastia y el abuso de menores eran “desviaciones perversas condenadas por la Santa madre Iglesia, impensables en un ministro de culto”.
Mentiras, simples y llanas mentiras.
Sin embargo, ya había material suficiente para contar la historia.
El reportaje fue transmitido un par de días después en TV Azteca Puebla.
Misteriosamente, la televisora a nivel nacional se negó a hacer lo mismo.
Dos semanas después de su transmisión para Puebla, recibí una llamada de un representante de CNN en Español, el cual me aseguró que existía el interés de la cadena internacional de pasar al aire el reportaje en tres de sus espacios informativos.
Así se hizo.
Casi al mismo tiempo, la Primera Sala de Magistrados del Poder Judicial en Puebla decidió revisar nuevamente el caso y la sentencia emitida en ese entonces por el ineficiente juez.
Las cosas cambiaron.
Ahora sí se habían encontrado elementos para sentenciar al cura por un delito considerado como grave y se giró una orden de aprehensión en su contra.
Nunca se complementó.
El juez primero de lo penal en Tehuacán, Carlos Guillermo Ramírez Rodríguez, alertó al sacerdote y éste tuvo todo el tiempo del mundo para evadir nuevamente la acción de la justicia.
Con la complicidad del clero local recibió asilo en varias diócesis de la capital del país y en Cuernavaca, Morelos.
Las autoridades no han podido, o no han querido hacer justicia.
Nicolás Aguilar sigue libre e impune de los delitos que cometió.
Es uno de los miles de casos similares que se dan en México y en varios países del mundo y que siguen apareciendo a pesar del intento obsesivo del clero, las instituciones nacionales y la más extrema derecha por minimizarlo.
Desgraciadamente, el tema es viejo y los avances en materia de procuración y administración de justicia muy pocos.
Con o sin Norberto Rivera, el encubrimiento seguirá y la ceguera eclesiástica tendrá como consecuencia que más y más casos aparezcan, teniendo la impunidad y la evasión como constantes.
Hace falta una cirugía mayor al interior de la religión mayoritaria en México para poder ser optimistas y pensar que algo realmente importante pueda llegar a cambiar en este escandaloso tema.
La transformación, si se da, está todavía a siglos de distancia.