Desde el inicio de la crisis —sin duda la de mayores proporciones en lo que va del sexenio—, la mentira y la soberbia han normado la postura del gobierno poblano ante los hechos.
La negativa a asumir responsabilidad alguna es la constante.
A pesar de la contundencia de fotografías y videos, que han sido publicados por medios no controlados por el gobierno y cuya difusión se ha hecho viral en redes sociales e internet, la orden es no moverse un ápice de la estrategia definida desde el inicio de la crisis.
Pase lo que pase y al costo que sea.
No importa que se haya manejado que Tlehuatlie Tamayo resultó herido por un cohetón lanzado por los propios manifestantes y que después se demostrara la inexistencia de tejido quemado en el área afectada.
Mucho menos que se negara el uso por parte de policías estatales de balas de goma, granadas con químicos y gases lacrimógenos.
¿Y qué me dice de esta especie de mantra que ensayan los morenovallistas en el sentido de que “grupos infiltrados” causaron la violencia con el objetivo de desestabilizar el estado?
Una auténtica joya.
De ser cierto lo anterior sabríamos ya con certeza quiénes son estos terroristas, de dónde vienen, quién los financia, a qué grupo político o armado pertenecen y demás.
¿No se supone que las instancias que componen la “inteligencia estatal” deberían de tener un diagnóstico muy claro de lo anterior, al tratarse de delitos muy graves que ponen en riesgo la paz social y la gobernabilidad?
Cientos de millones de pesos del erario se destinan supuestamente a lo anterior.
Algo muy similar fue lo que ensayó Mario Marín después del escándalo Lydia Cacho, con las funestas consecuencias de todos conocidas.
El “sí es mi voz pero no es mi voz” tiene una similitud espantosa al hoy tan cacareado “no usamos balas de goma”- que ya tiene a un niño como primera víctima mortal- o el celebérrimo “ usaron piedras de gran calibre”.
Sólo cambie los actores y resulta la misma patética puesta en escena.
Las consecuencias del tsunami que viene son todavía incalculables, pero sin duda serán demoledoras para la imagen del gobierno poblano.
Faltar a la obligación moral de decir la verdad aniquilando el derecho ciudadano a conocerla son un par de ingredientes infaltables en cualquier receta para el desastre.
Y viene lo peor.
El paso siguiente es el armado de expedientes legales a modo para encarcelar a quienes se atrevieron a disentir con una medida dictada desde la oficina principal de Casa Puebla y avalada por un Congreso controlado de manera absoluta por el ejecutivo.
La cárcel y el desprestigio social será su inevitable sino.
Reprobable, pero absolutamente normal en un régimen como el actual, en donde quien piensa diferente es etiquetado como enemigo y perseguido con toda la fuerza del estado.
Sin embargo, el fallecimiento de Luis Alberto marcará un antes y un después para el gobierno estatal.
Su fantasma se paseará inevitablemente en cada fastuoso acto público, en cada milagroso programa social, en cada optimista declaración y en cada mentirosa entrevista o faraónico informe.
Hoy llevan ya un muerto en la conciencia y eso marca de por vida.
Ya lo verán.