12-12-2025 07:25:18 AM

El año que nos retrató: 2025

Por Yasmín Flores Hernández

 

El 2025 no fue un año más, fue el año en que el poder dejó de fingir.

 

Dejó de cuidarse.

 

Dejó de disimular.

 

Éste fue el año en que entendimos por fin que la justicia no siempre busca la verdad, sino obedecer.

 

Que la seguridad no siempre protege, sino administra territorios. Que la ley no siempre defiende, sino castiga selectivamente. Y que el discurso de la transformación ya no transforma: encubre.

 

Durante este año escribí de cárceles sin sentencia, de culpables fabricados, de narcopoder con traje institucional, de datos protegidos que esconden crímenes, de espionaje legalizado, de fosas invisibles, de ciudades mal planeadas que se inundan, de gobiernos que se ahogan en su propia corrupción.

 

No fueron columnas aisladas, fueron piezas de un mismo rompecabezas.

 

Porque 2025 no fue el año de los escándalos… fue el año de la normalización del escándalo.

 

Nos acostumbramos a que el narcotráfico opere como empresa.

 

A que la prisión preventiva funcione como castigo previo.

 

A que el espionaje sea política pública.

 

A que la información se vuelva “dato protegido”.

 

A que las víctimas sean incómodas.

 

A que los culpables tengan escolta.

 

Este texto no es una recopilación, es un acto de memoria.

 

Un intento por no olvidar que mientras el país se distraía con discursos, la estructura del poder se estaba pudriendo desde adentro.

 

Y aquí están las pruebas.

 

En México, la justicia dejó de ser un sistema de búsqueda de la verdad para convertirse en una línea de producción de culpables. No importa quién sea inocente. Importa a quién conviene señalar.

 

No importa si hay pruebas. Importa si hay consigna. Y no importa el daño. Importa la narrativa.

 

Durante años nos hicieron creer que la prisión preventiva oficiosa era una herramienta de seguridad. En realidad, se convirtió en una forma legal de secuestro institucionalizado.

 

Una condena sin juicio, un castigo sin sentencia, un encierro sin verdad.

Y lo más grave: una herramienta perfecta para fabricar enemigos públicos y proteger a los verdaderos responsables.

 

Ahí está el caso de Israel Vallarta, secuestrado por el Estado durante años para sostener una mentira televisada, una puesta en escena criminal donde la policía actuó como productora, los medios como escenografía y la justicia como utilería.

 

Vallarta no fue detenido: fue construido como culpable frente a millones de espectadores. La detención fue lo de menos.

 

El daño fue total: reputación destruida, vida anulada, cuerpo castigado, familia pulverizada.

 

Y junto a él, el entramado del poder empresarial y mediático que convirtió el dolor en negocio.

 

Eduardo Margolis no aparece en los expedientes oficiales como responsable de nada, pero su nombre flota como un fantasma incómodo alrededor de una de las historias más turbias de la justicia mexicana.

 

Porque aquí no sólo se fabrican culpables: también se fabrican verdades convenientes a golpe de dinero, influencias y micrófonos.

 

El caso Wallace no es sólo una tragedia personal. Es un paradigma del uso político del dolor, una maquinaria de presión, montaje y persecución donde el Estado se arrodilló ante el poder económico y mediático.

 

Y en medio de ese monstruo quedó atrapada Juana Hilda González, una mujer a la que le arrebataron su vida, su nombre, su historia, su derecho a defenderse. Torturada, forzada, procesada, abandonada.

 

No por culpable, sino por funcional.

 

Lo mismo ocurrió con Brenda Quevedo. Años presa sin sentencia, arrastrada por la misma narrativa, triturada por el mismo engranaje. No fueron errores aislados. Fue un sistema operando exactamente como fue diseñado: para castigar antes de probar.

 

La prisión preventiva oficiosa no protege a las víctimas.

 

Protege al discurso.

 

Le da al gobierno un culpable rápido.

 

Le regala a la fiscalía una estadística inflada.

 

Le entrega al poder una ilusión de control.

 

Y a cambio, destruye familias completas que jamás aparecerán en ningún informe.

En México, la cárcel se convirtió en un espacio de administración política del encierro.

 

No importa si eres culpable: importa si estorbas. No importa si hay pruebas: importa si hay presión. No importa si eres inocente: importa si eres prescindible.

 

La justicia dejó de ser ciega. Ahora mira, selecciona y ejecuta.

 

Y lo más brutal de todo es que ya lo normalizamos.

 

Normalizamos que alguien pase 10, 15, 20 años preso sin sentencia.

 

Normalizamos que una mujer confiese bajo tortura.

 

Normalizamos que un empresario dicte líneas judiciales.

 

Normalizamos que la prisión preventiva sea política criminal.

 

Normalizamos que el Estado se equivoque… sin pedir perdón.

 

Pero la normalización no borra la responsabilidad, sólo la disfraza.

Porque detrás de cada “caso” hay una vida pulverizada.

 

Detrás de cada “expediente” hay un cuerpo marcado.

 

Detrás de cada “presunto culpable” hay una familia condenada a la espera.

 

Y detrás de cada montaje judicial hay un poder que decidió mentir con toga.

 

Este año no solo escribimos sobre cárceles, escribimos sobre un sistema que aprendió a encerrar sin remordimiento.

 

Y lo más peligroso de todo no es que lo hagan.

 

Es que ya no nos sorprenda.

 

Hubo un tiempo en que hablábamos del narcotráfico como un poder que “infiltraba” al Estado.

 

Hoy esa palabra se queda corta.

 

En 2025 quedó claro que el narco ya no solo infiltra: administra, financia, protege y decide. No desde la clandestinidad, sino desde estructuras visibles, con permisos, con contratos, con policías, con rutas, con silencios oficiales.

 

El hallazgo de una refinería clandestina en Veracruz no fue una rareza criminal: fue una radiografía del país.

 

Un complejo de infraestructura ilegal que no pudo existir sin protección institucional, sin desvío de información, sin complicidades en serie.

No se trataba de bidones improvisados, sino de un esquema sofisticado para procesar combustibles robados, moverlos y venderlos. Eso ya no es delincuencia común. Eso es industria criminal con respaldo de poder.

 

El narcotúnel en Tijuana confirmó lo mismo: kilómetros de ingeniería subterránea, logística, electricidad, ventilación, vigilancia. Nada de eso se construye sin que alguien vea, calle, cobre y autorice. La frontera no es solo una línea geográfica: es un tablero donde se negocia la impunidad.

 

Y entonces llegaron los correos, los informes, los reportes militares filtrados. Guacamaya Leaks no reveló chismes: reveló que el Estado sabía.

Que había seguimiento, que había alertas, que había nombres, que había preocupación y aun así, no hubo ruptura, hubo acomodo.

 

En el centro de ese mapa aparece Hernán Bermúdez Requena, exsecretario de Seguridad de Tabasco, señalado por sus presuntos vínculos con La Barredora y con el CJNG.

 

Los informes no hablan de rumores de cantina: hablan de estructuras, de rutas, de protección, de control territorial. Y sobre todo, hablan de una verdad incómoda: el narco dejó de corromper autoridades para empezar a usarlas.

 

Bermúdez no fue un personaje aislado. Formará parte de esas biografías del poder que algún día se estudiarán no como excepciones, sino como modelo de operación de un Estado capturado.

 

Porque cuando un secretario de Seguridad pacta con grupos criminales, el mensaje es devastador: la policía deja de ser contención y se vuelve intermediaria.

Y por encima de todo aparece el manto político.

 

El nombre de Adán Augusto López flota permanentemente en este entramado. No como una acusación jurídica directa —todavía—, sino como una sombra política imposible de ignorar. Porque Tabasco no fue solo un territorio infiltrado: fue un laboratorio.

 

Mientras tanto, en Sinaloa, la narrativa oficial insistía en la militarización, en los operativos, en los golpes mediáticos.

 

Pero la realidad fue otra: 19 muertos en un solo operativo, territorios bajo fuego, comunidades atrapadas, y el mensaje de siempre: el Estado llega con balas… y se va dejando las rutas intactas.

 

El discurso del combate frontal al narco se convirtió en coreografía. Mucho helicóptero, mucho comunicado, mucho uniforme… pero los cárteles siguen exportando, cobrando, reclutando y financiando campañas. Porque cuando el narco se incrusta en las estructuras del gobierno, la guerra deja de ser contra el crimen y empieza a ser contra el territorio.

 

Y entonces aparece inevitable el espejo que el poder quiso usar para justificarse: Genaro García Luna.

El villano perfecto del pasado. El trofeo judicial para demostrar que “antes sí había narco gobierno”. Pero ese espejo ya no alcanza. Porque la pregunta hoy es brutal:

 

¿Qué tan lejos estamos de repetir exactamente el mismo modelo… solo que con nuevos colores partidistas?

En 2025 no vimos la caída del narcopoder. Vimos su sofisticación institucional.

 

Dejó de necesitar sicarios visibles para operar como empresa.

Ahora negocia licencias, protege territorios, lava desde obras públicas, mueve dinero a través de empresarios “respetables” y cuenta con un escudo político casi blindado.

 

El narco ya no busca corromper al Estado, el narco se volvió parte del Estado.

 

Y cuando eso ocurre, la violencia deja de ser una desviación: se convierte en política de administración del miedo.

Por eso los túneles existen.

 

Por eso las refinerías clandestinas existen.

 

Por eso los informes existen… y no generan consecuencias.

 

Por eso los secretarios caen… pero los padrinos sobreviven.

 

Y por eso la guerra nunca termina.

Porque no es una guerra contra el narco, es un arreglo permanente con él.

 

Si el narco administra territorios y la justicia administra culpables, el poder encontró en 2025 su herramienta más sofisticada de control: la administración del silencio.

 

Ya no hace falta desaparecer cuerpos cuando se puede desaparecer información.

Ya no es necesario encarcelar periodistas cuando se puede vigilar, intimidar, clasificar, borrar, censurar legalmente. El autoritarismo ya no entra con botas: entra con decretos.

 

La palabra mágica del año fue una sola: “dato protegido”.

 

Bajo esa etiqueta se han escondido contratos, responsabilidades, informes, nombres, fallas, omisiones, negligencias y, sobre todo, verdades incómodas. El Estado descubrió que censurar sin decir que censura es todavía más eficaz que la represión abierta.

 

Lo vimos cuando una ciudadana fue obligada a disculparse públicamente por referirse a un “dato protegido”. La escena fue grotesca, humillante, autoritaria.

 

No fue una corrección legal: fue un escarmiento público. Un mensaje directo para cualquiera que ose preguntar de más: aquí no solo vigilamos, también callamos.

 

Y mientras el discurso hablaba de derechos, en el fondo la maquinaria avanzaba.

 

El software espía Pegasus no es un fantasma del pasado: es la confirmación de que el espionaje ilegal se normalizó como parte del aparato de Estado.

No para combatir al crimen, sino para seguir a activistas, periodistas, opositores, defensores de derechos humanos.

 

El mensaje fue claro: la privacidad no es un derecho; es un privilegio revocable.

 

Paralelamente, la llamada

“ciberseguridad” avanzó no como escudo ciudadano, sino como instrumento de vigilancia legalizada.

Bajo el pretexto de combatir delitos digitales, se abrió la puerta a la intervención de comunicaciones, geolocalización, monitoreo de contenidos, control de narrativas. No se persigue solo el delito: se persigue el discurso.

 

Y entonces aparece el expediente maldito que atraviesa todos los gobiernos, todos los sexenios, todos los discursos: Ayotzinapa.

 

Cuando la verdad se empieza a acercar

demasiado al poder, se activa el botón de siempre: “seguridad nacional”.

 

Clasificación, reserva y silencio.

La justicia no se detiene por falta de pruebas, sino por exceso de riesgos políticos.

 

Lo mismo ocurre con el Tren Maya.

Una obra que fue narrada como desarrollo se blindó como asunto de seguridad nacional.

 

No para proteger al país, sino para proteger expedientes: contratos, impactos ambientales, gastos, colapsos, decisiones técnicas, desvíos multimillonarios. Cuando una obra necesita ser escondida, ya no es infraestructura: es un secreto de Estado.

 

El patrón es el mismo en todos los casos:

 

  • cuando la información compromete, se clasifica.
  • cuando la crítica incomoda, se vigila.
  • cuando el ciudadano insiste, se intimida.
  • cuando el periodista revela, se persigue.
  • cuando la víctima exige, se le administra el desgaste.

 

En 2025 la censura dejó de ser burda.

Se volvió jurídicamente elegante.

 

No te cierran el micrófono: te abren una

carpeta.

 

No te encarcelan: te congelan el expediente.

 

No te desaparecen: te etiquetan como “riesgo”.

 

El autoritarismo ya no grita: firma oficios.

 

Y mientras tanto, el país se acostumbró a convivir con la idea de que puede ser espiado. Que sus mensajes pueden ser leídos, que sus llamadas pueden ser registradas, que su actividad digital puede ser monitoreada, que protestar implica consecuencias invisibles y que opinar tiene costo.

 

Ese es el nuevo orden: un Estado que no sólo gobierna, también te observa.

 

Lo más inquietante no es que exista vigilancia.

 

Es que ya no genera escándalo.

 

Y cuando la vigilancia deja de escandalizar, ya no estamos en democracia.

 

Estamos en un régimen que aprendió a controlar sin hacer ruido.

 

Porque el poder entendió algo fundamental:

 

  • No necesita quemar libros si logra que nadie los lea.
  • No necesita cerrar voces si logra que todos bajen el volumen.
  • No necesita prohibir preguntas si logra que todos le teman a las respuestas.

 

Hay una mentira que el poder repite con disciplina: que los grandes problemas del país se explican solo desde la Federación, desde las cúpulas, desde los altos mandos.

 

Pero 2025 volvió a demostrar algo brutal: el colapso nacional se ve primero en lo local.

 

En una coladera tapada, en un arroyo entubado, en una calle mal planeada, en una colonia sin drenaje o bien en una fosa que aparece donde antes había un terreno baldío.

 

Las inundaciones no son desastres naturales.

Son desastres políticos. No llueve “demasiado”: gobiernan demasiado mal. La lluvia solo exhibe lo que ya estaba podrido bajo el asfalto: obras mal hechas, permisos otorgados por debajo de la mesa, fraccionamientos levantados sin estudios de impacto, barrancas invadidas, ríos convertidos en drenajes, drenajes convertidos en trampas mortales.

El agua no invade la ciudad y la corrupción la construyó para que se inunde.

 

Y cuando el agua se retira, no solo deja lodo.

 

Deja electrodomésticos perdidos, coches inservibles, documentos arruinados, negocios muertos, patrimonios destruidos.

 

Pero también deja otra cosa: ningún funcionario responsable. Nadie firma la culpa, nadie reconoce el error estructural, nadie repara integralmente el daño.

 

El desastre se privatiza y el abandono se socializa.

 

Ese mismo patrón se repite con las fosas clandestinas. Aparecen como si fueran accidentes geográficos, como si la tierra pariera muertos por generación espontánea.

 

Pero las fosas no brotan solas. Se cavan con omisiones oficiales, con zonas sin vigilancia, con policías ausentes, con ministerios públicos que no investigan, con alcaldes que miran a otro lado, con gobernadores que negocian la calma a cambio de territorio.

 

Cada fosa es un archivo sin clasificar.

Cada cuerpo es una estadística maquillada.

 

Cada osamenta es una acusación que el Estado no quiere leer.

 

Y mientras tanto, los municipios se defienden con la excusa de siempre: “no hay recursos”, “no hay competencia”, “no hay atribución”.

 

Pero sí hay algo que nunca falta: negocios inmobiliarios, permisos exprés, cambios de uso de suelo, desarrollos que se elevan donde antes había áreas verdes, cerros dinamitados, pueblos desplazados, centros históricos gentrificados.

 

La gentrificación no llegó como un fenómeno cultural. Llegó como un modelo de expulsión social con rostro amable.

 

Primero llegan los permisos.

 

Luego los cafés, luego los bares,  los edificios, con ello  los extranjeros.

 

Y al final, se van los vecinos que ya no pueden pagar su propia colonia. El despojo ahora tiene menú vegano y terraza.

 

Las ciudades dejaron de planearse para vivir.

 

Se planearon para invertirse, rentarse y desplazarse.

 

Y en medio de ese reordenamiento urbano forzado, el crimen encuentra el ecosistema perfecto: colonias fracturadas, tránsito de dinero en efectivo, bares sin regulación, jóvenes sin oportunidades, territorios sin Estado.

 

Donde el ayuntamiento no llega con servicios, el narco llega con reglas. Donde el gobierno no garantiza seguridad, alguien más cobra por ella.

 

Así, lo local deja de ser una escala administrativa para convertirse en el primer campo de batalla del colapso nacional.

 

Las decisiones que se toman en una oficina se pagan con vidas en una esquina. Los convenios mal firmados se traducen en calles anegadas. Las omisiones presupuestales se convierten en fosas. El desorden urbano termina siendo orden criminal.

 

Y entonces la tragedia se vuelve cotidiana.

 

La gente aprende a vivir con el agua en las rodillas.

 

Con el ruido de las balas a dos colonias de distancia.

 

Con el lote acordonado.

 

Con la patrulla que pasa lento.

 

Con la patrulla que nunca llega.

 

Eso fue 2025 en lo local: la dimensión humana del fracaso estructural.

 

No fue un año de accidentes, Fue un año de consecuencias.

 

Y cada consecuencia tuvo firma, tuvo permiso, tuvo omisión, tuvo campaña, tuvo discurso… aunque nadie haya querido asumirla públicamente.

 

2025 no fue sólo un año que pasó.

Fue un año que nos retrató.

 

Nos mostró hasta dónde puede llegar un Estado cuando la justicia se vuelve montaje, cuando el narco se vuelve administración, cuando la vigilancia se vuelve política pública y cuando las ciudades se vuelven clínicas de abandono.

 

Nos mostró también hasta dónde estamos dispuestos a acostumbrarnos.

 

Porque este fue el año en que aprendimos a vivir con presos sin sentencia.

 

Con fosas como paisaje.

 

Con espionaje como rutina.

 

Con datos protegidos como mordaza.

 

Con inundaciones como herencia.

 

Con militares como solución automática.

 

Con túneles como noticia pasajera.

 

Con refinerías clandestinas como anécdota.

 

Con muertos como saldo.

 

Y eso es quizá lo más peligroso de todo: la costumbre.

 

Nos acostumbramos a que todo sea grave.

 

Nos acostumbramos a que todo sea urgente.

 

Nos acostumbramos a que todo sea indignante.

 

Y en esa saturación, la indignación se desgasta, la memoria se debilita y el poder avanza sin resistencia real.

Este país no se rompió de golpe.

Se ha ido rompiendo con permisos.

 

Con silencios.

 

Con complicidades.

 

Con elecciones sin alternativas reales.

 

Con discursos que prometen mientras reparten impunidad.

 

La corrupción ya no se esconde.

 

La violencia ya no sorprende.

 

La injusticia ya no escandaliza.

 

Y el autoritarismo ya no necesita dictaduras abiertas: le basta con gobiernos que administren el miedo, la vigilancia y el desgaste social.

 

Aquí nadie puede fingir ingenuidad.

 

No se fabrica un culpable sin una fiscalía obediente.

 

No se administra un territorio criminal sin policías funcionales.

 

No se espía sin órdenes.

 

No se clasifica la verdad sin decisión política.

 

No se inunda una ciudad sin años de corrupción detrás.

 

No se multiplican las fosas sin pactos previos.

 

Y, aun así, seguimos actuando como si todo fuera consecuencia de la mala suerte, del clima, del pasado, del “todavía no”, del “antes estaba peor”.

Como si nadie decidiera nada. Como si el poder operara solo.

 

Pero no.

 

El poder siempre tiene nombre, firma y beneficiarios.

 

Este texto no se escribió para provocar aplausos.

 

Se escribió para provocar incomodidad.

Porque la incomodidad es lo único que todavía puede mover conciencias cuando el sistema ya anestesió casi todo.

 

Yo no escribo desde la neutralidad.

 

Escribo desde la responsabilidad.

 

Desde la memoria.

 

Desde la calle.

 

Desde las víctimas.

 

Desde los expedientes que nadie quiere resolver.

 

Desde los silencios que nadie quiere romper.

 

Y sí: también desde la certeza de que callar es tomar partido.

 

El país que dejamos no es solo el resultado de lo que hicieron los que mandan.

 

Es también el reflejo de lo que toleramos los que habitamos.

 

Este cierre de año no es un resumen, es un espejo.

 

Porque si 2025 nos enseñó algo con crudeza es esto: el poder no necesita que lo ames, solo necesita que lo normalices.

 

Y la injusticia no necesita que la defiendas, sólo necesita que la soportes en silencio.

 

Yo no pienso hacerlo.

 

A quienes nos escuchan, nos leen, nos escriben, nos cuestionan y nos acompañan cada semana:gracias.

 

Gracias por su tiempo, por su atención, por su confianza y por permitirnos entrar a su casa, a su auto, a su camino, a sus silencios y a sus reflexiones.

 

Este espacio existe por ustedes.

 

Por quienes no se conforman con versiones cómodas, por quienes siguen preguntando, por quienes todavía creen que la palabra puede incomodar, pero también despertar.

 

Hoy cerramos un año intenso, complejo, duro, pero también profundamente humano.

Un año de conciencia, de memoria y de resistencia. Y lo hacemos con la certeza de que nada de esto tendría sentido sin ustedes del otro lado.

 

Que estas fiestas les regalen un respiro, un abrazo sincero, un descanso merecido y la esperanza renovada. Que el nuevo año nos encuentre con más preguntas que miedos, con más dignidad que resignación, y con más verdad que silencio.

 

De corazón, gracias por estar, por escuchar, por acompañar.

 

Felices fiestas y un 2026 lleno de luz, salud y fuerza.

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