23-10-2025 02:15:11 PM

No llegamos todas

Por Yasmín Flores

Desde Puebla, Isela Sánchez, titular de la Comisión Estatal de Derechos Humanos, declaró que “todo está bien” en el penal de Libres, como si la miseria pudiera maquillarse con palabras.

Su frase no sólo refleja indolencia institucional, sino también la violación directa de los principios constitucionales que juró defender.

Mientras habla de protocolos y supervisión, el penal de Libres sigue siendo un espacio donde la dignidad se desmorona.

Tres puntos ocho sobre diez en higiene, colchones picados, chinches que no dejan dormir. Celdas sin agua caliente ni gas en la cocina desde junio. Guardias que cobran cigarrillos para no golpearlas.

Mujeres que dan a luz en el piso, sin médico, con bebés que llegan al mundo con neumonía por respirar aire enmohecido.

La Comisión existe, sí.

Pero sus palabras no salvan vidas.

No detienen la sobrepoblación del ciento veinte por ciento. No llenan las regaderas vacías ni devuelven a la comida sabor y dignidad. La incapacidad institucional se hace tangible, física e insoportable.

Porque al minimizar las quejas de las internas por comida insípida, por higiene precaria, por enfermedades derivadas del abandono, se vulneran derechos reconocidos en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos como son:

• Artículo 1, que prohíbe toda forma de discriminación y obliga a las autoridades a garantizar los derechos humanos sin excepción;
• Artículo 4, que reconoce el derecho a una alimentación nutritiva, suficiente y de calidad, imposible en un entorno donde la comida “sabe a agua de fideos”;
• Artículo 17, que prohíbe hacerse justicia por mano propia, pero que se incumple cada vez que el Estado abandona a quien busca justicia;
• y el Artículo 21, que protege los derechos de las víctimas en materia de acceso a la justicia.

A nivel internacional, las omisiones de la Comisión también chocan con el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (artículo 2, obligación de garantizar derechos), el Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (artículos 11 y 12, derecho a un nivel de vida adecuado y a la salud), y la Convención contra la Tortura y Otros Tratos Crueles, Inhumanos o Degradantes.

Porque cuando el hambre, la suciedad o la falta de atención médica se vuelven permanentes, ya no hablamos de deficiencias: hablamos de trato degradante.

El papel de Isela Sánchez no es el de espectadora, sino el de garante.

Pero en Puebla, la garante se ha vuelto cómplice.

Cuando una Comisión calla ante el dolor, su silencio se convierte en tortura.

Si la institución que dirige no actúa con diligencia ante las violaciones de derechos humanos, comete algo peor que una omisión: una traición a la justicia.
Cada palabra suya debería ser una acción, no un pretexto.

Cada declaración, un compromiso con los que viven entre muros, no una frase para llenar boletines.

Hoy la Comisión ya no escucha, repite.

Es un eco burocrático que rebota entre escritorios mientras la gente muere de hambre, de miedo o de olvido.

Y cuando un organismo creado para defender a los vulnerables se arrodilla ante el poder, deja de ser Comisión.

Se convierte en cómplice institucional de la miseria.

La ombudsperson parece más interesada en desfilar por eventos privados y fiestas de disfraces que en cumplir con su deber.

Mientras las cárceles se pudren y los derechos humanos de las mujeres se marchitan, ella sonríe ante las cámaras, levanta la copa y se acomoda el sombrero, como si la miseria pudiera taparse con protocolo.

Mientras la funcionaria posa, la violencia sigue su curso.

Afuera, lejos de los reflectores y las copas de vino, una mujer de uniforme también pedía ayuda: una guardia nacional poblana, Stephany Carmona Rojas, originaria de Ajalpan, Puebla, que había denunciado acoso y amenazas.

Nadie la escuchó.

Hoy está muerta. Dentro del cuartel del 51º Batallón de la Guardia Nacional en Acapulco, recibió dos disparos en la cabeza.

El presunto responsable, un sargento segundo con apenas mes y medio en servicio según la fiscalía, ya fue detenido.

Pero la familia exige que el caso se tipifique como feminicidio y que se investiguen todos los niveles de encubrimiento.

La diferencia entre ambas mujeres es brutal: una vive de los derechos humanos; la otra murió por creer en ellos.

Después del disparo, vino el silencio.

Ninguna colectiva salió a las calles.

Ninguna de las que gritan en marchas cuando hay cámaras, habló por ella.

El feminismo de Puebla parece tener horario y patrocinador: se activa cuando hay reflectores y se apaga cuando el agresor es del gobierno.

Porque en Puebla, la lucha por las mujeres se convirtió en una pasarela de posturas.

Mientras una guardia nacional es asesinada tras denunciar acoso, las feministas institucionales callan ante los abusos del poder.

Callan también ante las mujeres recluidas que dan a luz sin médico, que comen arroz sin sal y que sobreviven al hedor del encierro.

Porque parece que en este país hay mujeres de primera y de segunda: las que importan por su cargo, y las que estorban por su condición.

Las primeras se sientan en conferencias, dan discursos y reparten culpas; las segundas viven tras los barrotes o mueren en el silencio.

A una la aplauden con micrófono; a la otra la entierran con discreción.

¿Dónde están las que dicen hablar por todas cuando las víctimas no son útiles para la foto?

¿Por qué tanto ruido en marzo y tanto silencio en octubre?

¿Dónde están cuando un político ataca, ridiculiza o minimiza a una mujer?

¿Dónde cuando la violencia proviene del Estado y no del macho común?

El feminismo que calla ante la miseria y la violencia institucional no es lucha: es complicidad con el poder que las mata y las olvida.

La verdad incómoda es que el falso feminismo protege más al sistema que a las mujeres.

Son discursos que se visten de morado, pero se arrodillan ante el presupuesto.
Y mientras ellas posan con pañuelos y consignas, las verdaderas víctimas las mujeres sin apellido, sin cargo, sin respaldo siguen desapareciendo, siendo golpeadas, violadas o asesinadas.

En Puebla, el feminismo que no incomoda al poder no es feminismo: es complicidad con el patriarcado institucionalizado.

Usted que me escucha y me lee me conoce, y sabe bien que yo no hablo por hablar.

Digo las cosas que muchos y muchas no se atreven a decir, con nombres y apellidos.

En columnas pasadas mencioné a algunas seudofeministas arribistas: esas con títulos falsos, las que venden aire y solo traen problemas.

Otras que se creen políticas y se exhiben en redes sociales usando el Congreso como escenario de sus payasadas.

Y unas más, que se disfrazan de ovejas pero son lobas esperando su próxima carnada.

Le ofrezco disculpas a usted que me escucha y me lee, pero me indigna de manera brutal que las mujeres que tienen la posibilidad de ayudar, apoyar y abrir camino para las demás, sean las primeras en voltear la mirada.

Las primeras en poner el pie.

Las que sólo piensan en sí mismas mientras predican sororidad desde un micrófono o una oficina con aire acondicionado.

Porque la realidad es otra: nos están matando, nos están desvalorizando y nadie hace nada.

Hace unos días tuve la oportunidad de platicar con la mamá de Mariana Lima Buendía, y me dijo algo que me cimbró el corazón.

Se lo comparto:

“Señora presidenta Claudia Sheinbaum, usted dice que llegamos todas.

Pues no, no llegamos todas.

No llegaron las asesinadas por feminicidio que la autoridad ignoró.

No llegaron las desaparecidas que las fiscalías nunca buscaron.

No llegaron las que fueron olvidadas por el Estado.”

Y tiene razón.

No llegamos todas.

Porque mientras una madre llora por la muerte de su hija y pide justicia, otras prefieren vivir la vida fácil, relacionándose con el crimen organizado y vendiendo dignidad al mejor postor.
Unas se visten de lucha, pero se alimentan del poder que destruye; otras, en lugar de cuestionar al sistema, se dedican a halagarlo.

Hoy mismo, mientras la Fiscalía reaprehendía a Tania Gómez Trejo, acusada de homicidio calificado, otra escena vergonzosa ocurría en Puebla capital: una reunión entre periodistas y el presidente municipal terminó con una calificación de “diez… por guapo”.
Diez por su rostro, no por su trabajo; diez por simpatía, no por resultados.

Y yo me pregunto:
¿qué país es este donde se aplaude la imagen mientras se ignora la tragedia?

Porque mientras unos levantan copas para elogiar al alcalde, en San Sebastián de Aparicio apareció un cuerpo.

Eso sí sería ayudarle: decirle que Puebla capital vive una ola de inseguridad, que las vialidades están hechas un asco, que culpar al antecesor ya no basta, y que el secretario de Seguridad Ciudadana es incapaz de realizar su trabajo.
Pero no: aquí el aplauso se compra barato y la crítica cuesta caro.

Y así, mientras una madre entierra a su hija, otra cobra favores; mientras el crimen avanza, el periodismo se arrodilla; y mientras el país se desangra, los poderosos se felicitan por verse bien en la cámara.

Esa es la foto real de México: un país donde las lágrimas no pesan tanto como los halagos.

Porque en este país, mientras unas posan con el poder, otras desaparecen sin justicia.

Y mientras unas se dicen feministas desde el poder, la realidad las contradice.

Y en este escenario, el discurso del “feminismo institucional” se derrumba
Mientras tanto, la delegada del bienestar mantiene supuestos nexos con Nazario Ramírez Ramírez, ligado al CJNG.
Se financian eventos, se posan para fotos, se celebran programas que en el fondo son fachada.

La corrupción y el crimen organizado no se esconden: están ahí, entre los despachos oficiales, mientras las defensoras de la mujer se concentran en discursos vacíos y hashtags que no cambian realidades.

El ejemplo más reciente es el de Anallely López Hernández, delegada de la Secretaría de Bienestar, quien aparece vinculada a Nazario Ramírez Ramírez, detenido por sus nexos con el Cártel Jalisco Nueva Generación.

El viernes 10 de octubre, Nazario estuvo en Puebla y, según reportes y filtraciones de medios locales, pidió por WhatsApp un depósito de cien mil pesos a la cuenta personal de la funcionaria, propietaria de una boutique llamada D’HERLO.

Ese mismo día, ambos coincidieron en el informe del presidente municipal de Oriental, Fidel Flores Concha, donde el supuesto empresario fue presentado como benefactor del municipio.

Horas después, Nazario regresó a Jalisco y fue detenido el 14 de octubre, acusado de extorsión y venta de droga.
La delegada minimizó la relación, aseguró que “solo lo conocía de vista”, pero las pruebas dicen otra cosa: fotografías, depósitos, eventos compartidos y amistades en común dentro del propio gobierno estatal.

Lo que ocurre en Puebla no es un caso aislado.

Es el reflejo de una estructura que se repite a nivel nacional.

Porque cuando una funcionaria estatal puede mantener vínculos con un operador del narco, y no solo no pasa nada, sino que las investigaciones se diluyen en silencio, el problema deja de ser local: se vuelve sistémico.

En los últimos días, el gobierno de Estados Unidos revocó 50 visas a políticos y funcionarios mexicanos por presuntos vínculos con el narcotráfico. No se trata de una cacería, sino de un síntoma: el descrédito del poder mexicano ante el mundo.

Y mientras tanto, el apellido López Obrador vuelve a los titulares, pero no por austeridad.

José Ramiro López Obrador, hermano del ex presidente, ha sido señalado por la compra de 13 ranchos y casi 700 cabezas de ganado durante el sexenio.

Una ironía grotesca frente al pueblo que se le pidió “apretarse el cinturón”.

En Tabasco, los ranchos crecen; en Veracruz y Puebla, la gente nada entre el lodo.

Esa es la verdadera geografía del poder en México: una línea que separa los privilegios de unos cuantos y la miseria de millones.

Y arriba, en el tablero político, Adán Augusto López Hernández sigue intocable.
Sus redes de complicidad atraviesan dependencias, contratos, favores y silencios.

La impunidad no solo lo protege: se alimenta de él.

Así, del CJNG a la Secretaría de Bienestar, del rancho tabasqueño al Congreso, el país se vuelve una sola madeja de intereses donde la ley es adorno y la justicia, un recuerdo.
Y mientras ese hilo de corrupción y poder se enreda cada día más, México se hunde.

Desde la ombudsperson que posa en fiestas mientras las cárceles se caen a pedazos, hasta la guardia nacional poblana asesinada por denunciar acoso; desde las mujeres que resisten tras los barrotes hasta las seudofeministas que venden discursos; desde la delegada vinculada al narco hasta los ranchos del hermano del expresidente y la red de impunidad que protege a los de siempre… todo forma parte del mismo engranaje podrido.

No son casos aislados, son las piezas de un sistema que perdió la vergüenza.

Un país donde los derechos humanos se convirtieron en trámite, el feminismo en discurso, el bienestar en negocio y la justicia en una palabra hueca.
Mientras ellos sonríen ante las cámaras, el pueblo sigue bajo el agua.

Los damnificados limpian con sus propias manos el lodo que otros generaron, los presos sobreviven al hambre, las madres buscan a sus hijas en fosas, y los uniformes siguen tiñéndose de sangre.

Ya no necesitamos más discursos ni más fotografías en foros internacionales.

Necesitamos funcionarios que escuchen, mujeres con coraje, hombres con conciencia, y un país que se atreva a tener memoria.

Porque mientras ellos brindan, nosotros resistimos.

Mientras ellos amasan poder, nosotros enterramos a nuestros muertos.

México no está hundido en agua, sino en impunidad.

Y hasta que el lodo les llegue también a los que se creen intocables a los que usan el poder como escudo y el cinismo como bandera, este país seguirá flotando entre el dolor y la indiferencia.

Ya no hacen falta palabras.

Hace falta humanidad.

Hace falta vergüenza.

Hace falta justicia.

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