Por Valentín Varillas
Un día cualquiera en el Aeropuerto Hermanos Serdán de Puebla.
Un avión de la empresa Volaris se alista para cargar combustible.
Va a cubrir la ruta Puebla-Tijuana.
Para surtirlo, hay una pipa cargada con 7 toneladas de Turbosina.
De acuerdo con el cálculo y los requerimientos de compra de la aerolínea, ésta es la cantidad necesaria para que la aeronave llegue perfectamente a su destino y esté lista para cualquier imprevisto que pudiera surgir durante el vuelo.
Sin embargo, en realidad carga únicamente 5 toneladas.
Las dos restantes se quedan al interior de la pipa.
El combustible ya ha sido pagado por la aerolínea.
Inmediatamente, el remanente se convierte en un codiciado botín que detona un viejo negocio que opera en Puebla y en el resto de los aeropuertos del país.
La carga empieza a ser ofertada, a precio de auténtica ganga, por toda la terminal aérea, con la complacencia y complicidad de autoridades, operadores, pilotos, encargados de aeronaves oficiales y dueños de aviones privados.
Todos le entran, de acuerdo con sus necesidades y posibilidades.
El negocio es tan grande que alcanza para comprar hasta las más tranquilas conciencias.
Los encargados de calcular los requerimientos de combustible de las aerolíneas y en función de esto, solicitar las órdenes de compra a los responsables del área, juegan un papel fundamental en esta sofisticada red de complicidades.
En menos de dos horas, en promedio, el combustible “sobrante” encuentra cliente.
Los interesados pagan en riguroso efectivo.
De la operación irregular no quedan registros oficiales.
Nada que pudiera incriminar a los involucrados.
Aparentemente todo se da dentro de la normalidad; no hay delito que perseguir.
De esta manera, se encarecen los costos de operación, afectando directamente a los usuarios de servicios aéreos en México.
Es el huachicol secreto, el que nadie atiende y del que nadie se preocupa, pero que también sirve para el enriquecimiento ilícito de una mafia que involucra a instancias públicas y privadas.