Por Valentín Varillas
Muy poco, o de plano nada han opinado en los últimos días quienes, por jerarquía o liderazgo, son considerados como los principales críticos al gobierno de la presidenta Sheinbaum.
Raro, muy raro, si tomamos en cuenta la materia prima de gran rentabilidad política que suponen temas como la presunta relación de perfiles ligados con el oficialismo con grupos de la delincuencia organizada.
Ellos que han estado muy activos en otros asuntos de menor importancia en la agenda pública nacional, le han puesto una pausa muy sospechosa a su frenética dinámica en redes sociales.
Tres son los casos que más llaman a atención.
De entrada, el del líder nacional del PAN, Jorge Romero Herrera.
Por organigrama y mínima congruencia, tendría que fungir ahora como el auténtico general de la batalla.
El que defina y opere la estrategia para intentar herir de muerte el prestigio e imagen del tan odiado adversario.
Aquel que debería estar convocando a ruedas de prensa para señalar y fustigar a quienes en teoría firmaron pactos inconfesables con los principales capos del narco.
De él, directamente, no ha habido nada, o casi nada.
Lo mismo pasa con Ricardo Anaya, el malogrado ex candidato presidencial.
Siempre crítico desde el Senado con aquellos temas legislativos que en su óptica nos están llevando a una dictadura, ha enmudecido en lo que al supuesto “narcogobierno” que lleva las riendas del país se refiere.
Su enorme protagonismo en medios tradicionales y plataformas digitales se ha eclipsado terriblemente, cuando algunos de sus paleros, desesperados por la falta de liderazgos efectivos en las filas opositoras, ya lo candidateaban para competir otra vez en el 2030.
¿Y qué me dice de Felipe Calderón?
El ex presidente que, desde la teoría, pretende dictar cátedra de cómo deben gobernar los que están hoy, recomendando todo lo que en su momento no pudo lograr como jefe del ejecutivo federal.
No se les ha ido con todo, como debería de ser, si aplicara un mínimo de congruencia.
La tibia postura de todos ellos se explica de una manera muy sencilla: la infiltración de las organizaciones delictivas en las instituciones públicas del país ha sido una realidad por más de cuatro décadas.
No llegó con los gobiernos de la 4T, pero no ha cambiado ni siquiera un poco.
Al contrario.
Por lo mismo, están conscientes de que lo que pueda llegar a “cantar” Ovidio, o alguien más, puede ser un peligroso búmeran que seguramente los impactará de lleno –directa o indirectamente- sacando a la luz los pecados cometidos cuando formaban parte de aquel poderoso círculo de poder que tantos beneficios les redituó en su momento.
Aquello de que el “miedo no anda en burro”, tiene en el contexto actual una sabiduría muy pertinente, además de extraordinaria.