Por Valentín Varillas
En política real, lo único que realmente importa es la obtención de votos.
Lo demás, es filigrana.
Y en los hechos, estos ejercicios inciden muy poco en la decisión que toman los ciudadanos en la soledad de la mampara.
Están muy bien para efectos informativos, de transparencia y hasta de contraste entre propuestas de gobierno.
Pero en este país, desde que existen, el alcance de los debates se ha sobredimensionado.
Y mucho.
Le ponen un poco de sabor a las insípidas campañas.
Sirven de materia prima para generar una gran cantidad de contenidos en medios tradicionales y redes sociales.
Hasta ahí.
Claro que son deseables y hasta necesarios en cualquier régimen democrático.
Su continuidad debe de ser garantizada en el marco legal que norma el desarrollo de los procesos electorales, pero no exageremos.
Es falso que Fernández de Ceballos en el 94 tenía amarrada la victoria, gracias a su histriónico desempeño en el debate de ese año.
Podía mucho más que sus gritos y críticas anti-sistema, la maquinaria de operación electoral y la compra de conciencias que se ensayaba desde el gobierno federal.
Tampoco Labastida perdió la presidencia en el debate del 2000.
Si bien se trata de una de las participaciones más vergonzosas en la breve historia de estos ejercicios, la alternancia en México llegó por el mayoritario hartazgo al PRI y al régimen de partido único.
Pesaron también las rencillas Zedillo-Salinas y la obsesión del primero de pasar a la historia como el mandatario que facilitó la transición en México.
Hacen falta más estudios académicos sobre el tema en el país.
Pero en democracias que suponemos más desarrolladas que la nuestra, lo tienen bien claro.
Previo a la elección Obama-McCain, sólo 7% de los electores que vieron los debates y que estaban indecisos de por quién votar, se decidieron en función del desempeño de los candidatos.
Únicamente el 3.5% cambió su preferencia a otro y el 3.3% que ya estaba seguro de por quién iba a votar, tuvo dudas y se pasó al rubro de los indecisos.
La fuente que hace referencia a este análisis es el Centro de Implementación de Políticas Públicas para la Equidad y el Crecimiento (CIPPEC).
Previo al debate del domingo, de acuerdo con un sondeo de Milenio, 8 millones de votantes potenciales no habían decidido todavía el sentido de su sufragio.
Sin embargo, de acuerdo con el mismo medio, para el proceso presidencial de este año representan apenas la mitad de los indecisos que había en el 2018.
De ellos, el 40% definirá por quien votar en función de la “recomendación de amigos y familiares”.
No de lo que vieron en el debate.
Entonces, la influencia real del enfrentamiento entre candidatos sería en un universo de 4 millones 800 mil personas.
Según datos del INE, existen 100 millones 41 mil 85 mexicanos inscritos en el padrón electoral.
Se espera un nivel de participación promedio de un 68%, de acuerdo con las encuestas publicadas hasta el momento.
Si aplicamos el mismo factor de participación a ese sector de la población que votaría de acuerdo a lo que pasó en el debate, su peso específico real en el desarrollo del proceso supera apenas el 4.8%.
Lo demás, es simplemente show.
Puro y llano show.
Nada más.