Por Alejandro Mondragón
La elección del 1 de julio del 2018 que inició en Puebla con violencia: muertos, robos de urnas y presencia de pandilleros ante la ausencia de la fuerza pública, concluyó con la evidente ruptura de la cadena de custodia de los paquetes electorales.
El árbitro, el Instituto Estatal Electoral, plegado a las órdenes del morenovallismo, lo que menos le importó fue la imparcialidad democrática.
El resultado fue el despojo del triunfo a Luis Miguel Barbosa, quien llevó su denuncia ante el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, cuyos magistrados antes de favorecer al morenovallismo, exhibieron las irregularidades en todo el proceso y la forma en la que el IEE descuidó la cadena de custodia de la paquetería de los votos.
Morena procedió a denunciar a los consejeros electorales por mapaches ante el Instituto Nacional Electoral y este organismo, tres años después, exoneró a los funcionarios, con lo que dejó ese mal sabor a impunidad.
Protegió a los consejeros denunciados, algunos ya sin funciones, y emitió sanciones hacia funcionarios menores.
Hubo evidencias en video que al menos 19 funcionarios manosearon la paquetería electoral, sin que los consejeros hicieran algo al respecto.
El INE que basó la exoneración en el fallo del TEPJF favorable al morenovallismo estimó que tales violaciones a la cadena de custodia no alteraron el resultado electoral.
¿Y la violencia en las calles?
¿La tolerancia policíaca para que pandilleros robaran urnas, amedrentaran a ciudadanos y funcionarios de casilla?
¿Por qué se toleró la manipulación de la paquetería y que le metieran mano a los sistemas de cómputo?
Me queda claro que la justicia ha llegado por otros lados contra aquellos implicados de la fechoría electoral y los que hoy se salvan no tardan en pagar su cuota.
Los principales implicados acabaron en el entierro o encierro, los otros: en el exilio político.
Ese será el karma de una elección violenta.