Por: Valentín Varillas
La sentencia condenatoria emitida por el Juez Tercero Penal de la ciudad de Puebla, en contra de siete “ex servidores públicos” que estuvieron involucrados en el operativo que tuvo como fatal colofón la muerte de José Luis Tehuatlie Tamayo, no tiene como motivación principal el hacer justicia o bien honrar la memoria del niño indígena asesinado.
Si ese fuera el caso, esta acción tendría que haberse dado apenas en el mismo instante en el que el menor perdió la vida.
Indicios sobraban en su momento para hacerlo.
Sin embargo, las instituciones y poderes del estado se decantaron por el encubrimiento y trabajaron horas extras para darle forma a una versión oficial que no resistía el menor análisis.
La entonces PGJ poblana llevó a cabo una investigación que no pretendía dar con los responsables del hecho delictivo, sino proteger a los responsables.
Sus conclusiones -en algunos casos desafiantes de las propias leyes de la física- fueron defendidas a rajatabla por el hoy Fiscal estatal y replicadas hasta la saciedad por medios locales y nacionales.
En su obsesiva promoción, se criminalizó a los habitantes de Chalchihuapan -acusados de haber sido los verdugos-, a la madre de José Luis y hasta la propia víctima.
Así nacieron pasajes penosos como la teoría del cohetón, los rastros de pólvora que se borraban con agua y jabón, las “piedras de grueso calibre” y las tristemente célebres cabezas de marrano.
¿Cómo olvidar aquel video que glorificaba a los policías que participaron en el operativo?
El que los vestía con el traje de víctimas y elevaba a nivel de auténticos héroes.
Fue repetido una y otra vez por el aparato propagandístico oficial, público y privado; ese que a partir de hoy seguramente los desdeñará y señalará como asesinos.
De locos.
Las recomendaciones de CNDH sobre el caso echaron por tierra la inverosímil historia.
Fueron puntuales al señalar responsabilidades, errores y omisiones y no fueron acatadas de inmediato por el gobierno de Puebla.
Al contrario, por meses durmieron el sueño de los justos.
En ese momento, la estrategia diseñada para afrontar el tema indicaba que lo más rentable era callar, dilatar, negar cualquier responsabilidad.
Hoy, el librito dice que es mejor enfrentar.
Ya al final del sexenio, con la continuidad en el gobierno garantizada, es hora de la “operación limpieza”.
La medida, en realidad, es política y responde a un interés concreto: borrar una molesta mancha a un expediente que pretende presentarse como pulcro y blanquísimo, en aras de un futuro no muy lejano que pudiera ser prometedor.
El tema, otra vez, crecía y jalaba reflectores nacionales.
Medios como Proceso, Aristegui Noticias y hasta la propia Comisión Nacional de Derechos Humanos hablaban de incumplimientos y simulaciones en torno a las recomendaciones hechas por Chalchihuapan.
Dejar ese pendiente sin resolver, como funesta herencia de la actual administración, no es hoy lo más conveniente para “el proyecto”, cualquiera que éste sea.
Sin embargo, la retórica oficial apela al cumplimiento de la ley, al respeto al estado de derecho, para justificar tan radical cambio.
Si lo anterior es cierto, tendría que haber consecuencias para quienes elaboraron y defendieron la teoría del cohetón.
Ya sea por consigna o por incompetencia, quedaron a deber y mucho en su compromiso de procurar justicia.
No están, por lo tanto, en condiciones de seguir formando parte de un gobierno que maneja en el discurso que está conformado por los mejores, en todas y cada una de las áreas de la administración pública estatal.
Después del encarcelamiento de los responsables, lo único que queda pendiente en el caso Chalchihuapan es saber con exactitud la fecha de la renuncia de Víctor Carrancá.