Cada día, unas 50 mil personas cruzan la línea en Tijuana. El de San Isidro es el paso fronterizo más transitado del mundo. En esta ciudad, la esquina oeste del país, se entretejen factores como la violencia, el tráfico y la trata de personas, la explotación laboral, el uso de drogas y la marginación. Todos, fenómenos que se agregan a la vulnerabilidad de ser mujer y más aún, de vivir con VIH/sida.
Sandy se levanta a las cinco de la mañana cuando tiene cita médica. Debe salir de su casa a las seis, tomar dos transportes y dos horas de su día sólo para llegar al Centro Ambulatorio de Prevención y Atención en Sida e Infecciones de Transmisión Sexual (Capasits) de Tijuana, detrás del Cerro Colorado, en el camino hacia Ensenada. Hace seis años, cuando lo inauguraron, quedaba a las afueras de la ciudad, pero hoy está rodeado de interminables complejos habitacionales. Quizás por eso no ostenta un letrero en la entrada.
Si quiere ser de las primeras en ser atendida, Sandy debe llegar alrededor de las 8 de la mañana. Con suerte saldrá de ahí a las 11, para tomar nuevamente el transporte que la llevará, serpenteando por casi todo Tijuana, hasta el centro de la ciudad. Debe regresar a cuidar de sus tres hijas, quienes desconocen que ella tiene el VIH. A pesar de que hace cuatro años que lo sabe, no se los ha podido decir.
Herida abierta
Según datos del Centro Nacional para la Prevención y el Control del VIH/sida (Censida), por cada cinco hombres con el virus, hay una mujer. Cuando Sandy supo que en ella recaía esa estadística, no lo quiso creer. “Yo tenía dos hijas con mi primera pareja, que le diagnosticaron meningitis y VIH”, dice con la voz entrecortada. “Cuando me dijeron que él había muerto de esto yo no lo quería creer y no me hice los estudios”.
Tiempo después conoció a otro hombre, de quien quedó embarazada. Ante la duda, decidió hacerse la prueba de detección del VIH a los cuatro meses de embarazo. Salió positiva. El director del centro de salud al que acudió le dijo que era una lástima que tuviera que abortar, pues “una persona con VIH no puede tener hijos”.
La canalizaron al Hospital General, donde también atienden a personas con VIH, sobre todo a mujeres embarazadas y sus bebés. “Yo iba muy mal, decía que me iba a morir, pero ahí me ayudaron mucho y me dijeron que si tomaba el tratamiento iba a salir adelante, que había probabilidades de que mi hija naciera sana”. Así fue; si una mujer embarazada toma medicación antirretroviral, hay 80 por ciento de posibilidades de que el producto nazca sano. La niña ahora tiene tres años.
Para Sandy es todavía muy difícil hablar del tema. No se atreve a contarle a nadie. Pero acude religiosamente a los talleres que se dan en la fundación Es por los Niños, donde le entregan despensa y apoyo para cubrir los casi 50 pesos que gasta en transporte cada que va al Capasits.
Un ángel en el camino
La historia de Lili Estrada es distinta. Su hijo Ángel es VIH positivo. Sin embargo, dice, ella no se agüita. Habla fuerte, ríe y vive así, tratando de informar a cuantas personas sea posible sobre su padecimiento, pues está convencida de que “la discriminación es lo que mata”.
Narra que antes fue trabajadora sexual. Parece que ya no le duele cuando dice que la violaron dos hombres, y que producto del ataque se embarazó. “Yo decía ‘¿lo abortaré o no lo abortaré?’, pero cuando el niño se movió en mi vientre entendí que él no tiene culpa de nada”. Decidió tenerlo, pero no sabía que ambos eran VIH positivos hasta que Ángel nació.
“Tuve a mi niño y no me lo quisieron dar, nada más me decían que estaba enfermo”. Desesperada, Lili exigió que le dijeran lo que sucedía. “Tienes sida y te vas a morir”, fue la respuesta de la enfermera. “En el momento me bloqueé, pero luego de un tiempo busqué ayuda profesional, tomé cursos para saber más a fondo qué era esto”. Al informarse, se sintió motivada para seguir y para “luchar por las personas que puedan llegar a ser positivas, darles una palabra de aliento cuando yo no la tuve de nadie”.
Pero Angelito entró a la primaria y en su salón se supo que tiene VIH. “Quisieron juntar firmas para sacarlo de la escuela, pero la fundación me apoyó y se pudo hablar con los padres de familia,”. Rosalva Sandoval Patten, directora de Es por los Niños, se reunió con el director y los padres de familia, lo que frenó el descontento que ya provocaba que sentaran a Ángel solo, en un pupitre apartado.
“Es ignorancia, falta de educación, falta de sensibilización”, comenta Rosalva, quien conoce este tipo de discriminación pues su propio hijo, hace más de dos décadas, la sufrió por su infección, derivada de una transfusión sanguínea. “Por eso le aplaudo a Lili el valor que tuvo para decir lo que pasaba con su hijo”.
Ángel continúa estudiando, pero en el salón nadie quiere ser su amigo. A sólo unos kilómetros, en el San Diego que se puede ver desde Playas de Tijuana, las cosas son diferentes. No se ha reportado un solo nacimiento de un bebé con VIH desde 1994.
Madres, drogas y VIH
Pero aquí no es San Diego. De este lado de la frontera hay 23 niños con VIH sólo en Eunime, un albergue especial para ellos, que tiene un convenio con el DIF. Su directora, Juana Ortiz, lamenta que la problemática sea invisible para las autoridades del Censida. “En marzo del año pasado hubo una reunión sobre el tema, y el director (José Antonio Izazola) llegó con estadísticas de 2009, diciendo que sólo había 25 niños infectados y 148 mujeres embarazadas en monitoreo a nivel nacional”. A Juana le pareció un insulto. “Si yo sé que sólo en Tijuana hay 80 niños infectados y más de 100 embarazadas en monitoreo, ¿cómo puede venir a dar esas cifras?”.
Por otro lado, además de las infecciones por relaciones heterosexuales, en esta ciudad de Baja California hay un factor que potencia la epidemia: el alto índice de uso de drogas inyectables. Según un modelo matemático realizado en 2006 por investigadores de la Universidad de California en San Diego (UCSD), de Canadá y de México, habría unos 10 mil usuarios de estas drogas en la ciudad, un alto número de ellos, mujeres.
Por ello, sostiene Juana Ortiz, es necesario mejorar la detección y prevención en mujeres embarazadas. En el último año, comenta, hubo varios casos de hijos de mujeres adictas que fueron entregados a sus madres, y al regresar al hospital el niño llegó en etapa de sida, “porque no se le dio profilaxis a tiempo, porque por más que sensibilices y eduques a la mamá en el momento, muchas veces es más su necesidad de sobrevivir que el interés de llevar a tratamiento al niño”.
Apegadas al tratamiento
Hace apenas un año y medio que Amelia fue diagnosticada. Hoy, charla despreocupada, aunque dice que siempre ha sufrido de baja autoestima. Vivió con su esposo por 15 años. Se separaron pero cuando la visitaba, a veces tenían relaciones sexuales. Él usaba drogas inyectadas y Amelia lo sabía, pero no le daba importancia. “Yo el sida lo miraba en las noticias, ¿qué me iba a andar pasando eso a mí?”.
Tenía ya unos tres años sin ver a Jorge cuando fueron a buscarla porque estaba muy enfermo. “Fue impresionante cuando yo lo miré, era puro huesito”. Le dio neumonía y murió. Hasta después, Amelia supo que tenía sida, pero se tranquilizó pensando que hacía mucho tiempo no tenían relaciones. Se resistía a la idea porque desde chica le ha tenido mucho miedo a la muerte, recuerda.
Un buen día, Amelia entró a un laboratorio particular y se hizo la prueba. Cuando le dieron el resultado, el empleado salió del mostrador a consolarla y recomendarle que buscara ayuda. Al día siguiente, su suegra la llevó al Capasits, donde el médico le habló directo: “La mala noticia es que tienes el virus, ni para dónde hacerte; la buena es que te tocó en esta época, donde hay muchas posibilidades de que, si te cuidas y tomas el tratamiento, vivas bien”.
Amelia ha tenido que cambiar, aprender a cuidarse ella misma y no sólo a su hijo menor, que ya tiene 15 años. Sin embargo, aunque tiene un empleo como cocinera, se ve en el aprieto, igual que otras de sus compañeras de Es por los Niños, de decidir si come o va a consulta al Capasits. “A veces tengo 50 pesos y pienso: contadito me voy, me aguanto la sed, pero luego digo: no tengo tortillas, no tengo huevo”, y pospone el viaje.
Para Amelia y varias de sus compañeras, a veces es difícil ser constantes en la atención al VIH. Recogen sus medicamentos cada dos meses, pero si tienen niños VIH positivos, deben ir dos veces también al Hospital General: una para que les expidan la receta y otra para surtir esa receta. Los exámenes extras, como ultrasonidos o papanicolau para ellas, en ocasiones deben esperar.
Necesario, informar y educar
Hace 20 años surgió el Comité Binacional de VIH/sida San Diego-Tijuana, hoy conformado por diez organizaciones civiles de ambas ciudades para abordar la problemática en la zona.
La co-presidenta del organismo, Marla Lino, dirige también la organización Fronteras Unidas Prosalud, que brinda atención en salud sexual y reproductiva, principalmente. Explica que en el tema del VIH, las mujeres sufren también discriminación. “Existe un vacío, sobre todo en cuanto a dar atención integral”, afirma. “Es una atención con discriminación donde no hay sensibilización, preparación ni información por parte de los servidores públicos para atender a las mujeres, que son una población vulnerable”.
A través de su Programa Comunitario, Prosalud visita la zona noroeste de Tijuana, de las más pobladas y marginadas. Durante 2011, detectaron cinco casos de mujeres amas de casa positivas a la prueba rápida de VIH. “Previo a todos nuestros servicios, tenemos una plática educativa donde se habla de factores de riesgo; así, se hacen la prueba de manera voluntaria”.
Aun entre mujeres que se supone cuentan con más información, como las trabajadoras sexuales bajo control sanitario en el Municipio, hay vacíos. Prosalud trabaja con ellas dos veces a la semana, en sesiones de tres horas, dando información sobre infecciones sexuales, VIH, violencia y derechos sexuales. “Todavía hace unos años algunas me preguntaban si con el sexo oral se podía transmitir el VIH; es decir, ellas también siguen teniendo necesidades de educación”.
También sueñan
El saberse VIH positivas le dio un nuevo impulso a sus vidas, dicen Alejandra y Patricia. Alguna vez sintieron que no podrían soñar más, pero hoy se enfocan en mejorar su calidad de vida.
Patricia Aburto ríe y se deslinda de Mario, del mismo apellido, aquél al que señalaron de dispararle a Luis Donaldo Colosio, candidato a la presidencia de la República, en 1994, en esta misma ciudad. Es reservada, pero cuando habla lo hace a corazón abierto.
“Los amigos de la persona de la que estaba embarazada fueron los que me dijeron que tenía VIH”. Como otras, se negó a la idea, pero no por mucho tiempo. Se hizo una prueba a los dos meses de embarazo. “Cuando vi que era positiva me quedé en shock, pero luego empecé a ir a tratamiento, enfocándome en que mi hijo naciera sano”. Llegó la fecha del parto. Ya tenía una hija y sabía que “era de las que tienen hijos rápido”. No alcanzaron a hacerle la cesárea para reducir la posibilidad de infección; aún así, su hijo está libre del virus.
Cuando él tenía cuatro años, Patricia pensaba que no iba a vivir mucho más. Hoy, que lleva ya una década con el virus, quiere vivir diez años más. Durante este tiempo se ha dedicado a estudiar. “Nomás había llegado hasta tercero de primaria; era bien burra, sacaba puro cinco. Pero me animé y acabé la primaria con 8.3; y luego la secundaria, con 8.2”. Hoy se propone estudiar la prepa. A la par, en la fundación toma clases de corte y confección. Después de pocas sesiones puso un letrero fuera de su casa: “se hacen cojines y cortinas”. Así gana más dinero que lavando ropa ajena, por lo cual le pagaban a 10 o 15 pesos la tanda.
Con el mismo entusiasmo, Alejandra Limón trabaja para Es por los Niños. Atiende un pequeño módulo en el Hospital General, donde canaliza a mujeres y niños con VIH. Aun con el optimismo que muestra, recuerda lo difícil del inicio de su camino. Se casó y a los cuatro meses quedó embarazada, pero fue hasta que su niño tenía cuatro años que ella cayó enferma y le diagnosticaron sida. Su esposo y su hijo también son positivos al VIH.
Alejandra siempre había querido viajar, pero nunca había hecho nada por cumplir su deseo. Hoy, siendo activista, ha visitado más ciudades de las que imaginó. “A mi esposo no le insistí sobre el regalo que me dio, eso era lo de menos, yo me dije ‘voy a vivir bien'”. Hace ya ocho años que le entregaron su diagnóstico. “No tengo interés de seguirme martirizando”, recalca. “Con el VIH yo digo que me saqué la lotería, porque fue una esperanza de vida”.
Por eso trabaja en lo que trabaja. “Cuando llegan, las personas sí me tratan con pincitas, pero cuando les digo que yo vivo con VIH y mi hijo también, agarran confianza”, cuenta. “No están solas, les digo, yo ya sufrí eso y quiero poder evitárselos; yo tengo que replicar lo que aprendo, no me lo puedo quedar sólo para mí”.
*Publicado en el número 192 del Suplemento Letra S del periódico La Jornada el jueves 5 de julio de 2012