Un día me llegó el amor, encontré a un maravilloso caballero y nos enamoramos. Cuando se hizo evidente que nos casaríamos, hice el sacrificio supremo y dejé de comer frijoles.
Algunos meses más tarde, el día de mi cumpleaños, mi coche se rompió en camino del trabajo a casa. Como vivía en las afueras, llamé a mi marido para decirle que llegaría tarde pues estaba esperando por el remolcador que llevaría el coche al mecánico.
Así ocurrió.
En el taller del mecánico alquilé un coche que me llevara a casa.
De camino, pasé por un pequeño restaurante y el olor a frijoles se apoderó de mí. Con varios kilómetros por delante para llegar a casa, calculé que se me iría cualquier efecto negativo de los frijoles, por lo que entré y antes de que me diera cuenta, ya había comido tres buenos platos de fabada.
De camino a casa me aseguré de liberarme de TODO el gas.
Cuando llegué, mi marido pareció feliz de verme y gritó con gran alegría: “¡Querida, te tengo una sorpresa para la cena esta noche! “
Él entonces me vendó los ojos y me condujo a mi silla en la mesa. Tomé asiento y cuando estaba a punto de quitarme la venda de los ojos, el teléfono sonó. Me hizo prometer no tocar la venda hasta que él volviera y se fue a contestar la llamada.
La fabada que había consumido todavía me afectaba y la presión se hacía más y más insoportable, tanto que mientras mi marido estaba fuera, aproveché la oportunidad, me apoyé en una pierna y dejé caer uno. No era ruidoso, pero olía como un camión de fertilizante delante de una fábrica de pulpa de papel. Tomé la servilleta de mi regazo y abaniqué el aire alrededor enérgicamente.
Entonces, cambiando a la otra pierna, dejé escapar otros tres. ¡La peste era peor que la col cocinada!
Manteniendo mis oídos atentos a la conversación de mi marido en la otra habitación, continué tirando unos cuantos durante otros pocos minutos.
El placer era indescriptible. Cuando más tarde la despedida telefónica señaló el final de mi libertad, rápidamente abaniqué el aire unas cuantas veces más con mi servilleta, la coloque sobre mis muslos y doblé mis manos atrás sintiéndome muy aliviada y complacida conmigo misma.
Mi cara debe haber sido la imagen de la inocencia cuando mi marido volvió, pidiendo perdón por tomar tanto tiempo. Él me preguntó si yo había echado una ojeada por debajo del vendaje de los ojos, y le aseguré que no.
En ese momento él me quitó la venda de los ojos, y doce invitados a la cena sentados alrededor de la mesa cantaron a coro: ¡ Feliz Cumpleaños !
¡ Y … me desmayé!!!!!!!!!!!!!!